Por: Rodolfo Beltrán.
Fecha de publicación: 22 de agosto de 2016.
Foto: Revista Semana.
Aunque a primera vista el país urbano pareciese ajeno a la guerra, los citadinos llevan a cuestas la violencia estructural de Colombia. Sólo basta contemplar las penurias por las que pasa un bogotano de a pie para sobrevivir el día a día; no resulta fácil soportar la rudeza de la selva de concreto y los bombardeos de segregación social por parte del Estado. Por ende, me tomé el atrevimiento de relatarles algunas peripecias propias – sin ánimo de traumatizar a nadie ni escribir papelillos de corte tanático –, pues creo rotundamente que mi vida, al igual que la de muchos colombianos y colombianas, es una radiografía del conflicto interno y merece ser expuesta, como lo que es: una realidad que aunque muchos se nieguen a ver, no deja de ser un reto para la consecución de la paz.
Nací en el portón del sur a mucho honor, porque en el Hospital de la Hortúa surgieron los mejores bogotanos: campesinos, indios, artistas, carniceros y políticos, entre otros ilustres habitantes de esta sabana, hasta se albergaron heridos de la guerra independentista y a algunos próceres de la historia nacional.
Bueno, en aquella época las cosas tampoco eran color rosa y para los pobres la atención medica era pésima; en el pabellón de Santa Ana había más enfermos que camas, pero mi mamá, como buena patoja – así le decían a las campesinas e indias que se calzaban exclusivamente con cotizas y adquirían parásitos en sus pantorrillas por la insalubridad –, se dio mañas para dar a luz en una esquina de la sala. Fue un milagro que sobreviviera la primera noche bajo esas condiciones; tirados en el piso, mediando sólo una cobija vieja, aguantamos el frío de la madrugada. Por eso ella me bautizó con el nombre de Jesús Carvajal, en homenaje a los credos religiosos que le impusieron y con el apellido materno puesto que nunca conocí a mi padre.
Crecí entre chircales y cambuches, y jugaba a cargar ladrillos, sueño inocente que en últimas asumí como trabajo. En 1975 los niños debían ganarse el sustento, era algo común en familias tan numerosas. Alguien debía ayudarle a mi madre con la crianza de mis otros siete hermanos. Cuando tenía nueve años me regalaron un carro de balineras y cambié de labor, me convertí en tierrero – vendía matas y carbón entre calles y avenidas – y los fines de semana fungía como voceador en el Parque Nacional.
En medio de los pregones anunciaba las noticias del día y distinguí a muchos transeúntes inquietos por enterarse de los últimos acontecimientos, recuerdo con especial cariño a María Mercedes Carranza, que me la presentó una poeta de la calle que desde el primer día me adoptó intelectualmente como a uno más de sus hijos y me enseñó el bello arte de las letras; con ella leí los clásicos de la literatura y me brindó todas la bases para escribir lo que hoy pienso.
De la infancia el único recuerdo positivo que tengo fue esa grandiosa oportunidad, porque de los chircales soló guardo rencor y dolor: me causaron una desviación cervical y, por lavar los moldes y sacar barro de los socavones, llevaron a la tumba a mi madre unos años más tarde. En la miseria, nos vimos obligados a tomar medidas severas: un hermano decidió irse a buscar a mi papá, tres cayeron inevitablemente en la indigencia y del resto no volví a saber hasta mucho tiempo después.
Yo me fui al barrio Los Laches, allá llegaron todos los desarraigados y forajidos, era un lugar apto para un hijo de nadie. No me equivoqué, en los cerros construí el ranchito, una familia y entre todos los vecinos sacamos adelante la comunidad. Me tocó duro, a pesar de ello, en el centro oriente de Bogotá pasé mis mejores años, a veces con hambre e incertidumbre, otras con alegría y sosiego. En la rivera del río Rumichaca, ví a mis hijos crecer, al igual que a la gran ciudad expandirse como un dragón humeante, sin embargo lo más difícil fue contemplar la muerte del amor y tener que enterrar a mi amada esposa, Lucero, quien a sus treinta dos años se la llevó una enfermedad que los doctores no pudieron diagnosticar; parecía ser la melancolía o tal vez el mal del siglo XXI, quizá fue la pobreza extrema, lo cierto es que su descenso sigue siendo un misterio.
Humildemente logré llegar a la vejez, hasta que hace poco el gobierno me compró la casa a la mala, so pretexto de ampliar las vías y dar paso al progreso, por poco me expropian, se lavaron las manos dándome dos pesos y de nuevo quedé en la inopia. En la calle compartí las noches con desplazados y víctimas de la guerra; otra potente razón que me inspiró a redactar la presente.
Ahora bien, volvamos a lo que nos convoca. Hace varias semanas caminaba por la carrera séptima y observe a un tumulto de gente celebrando que ustedes acordaron no seguir dándose bala con el Ejército, se me contagio la algarabía, pues no es justo continuar una guerra tan desastrosa entre colombianos e indudablemente representa la mejor opción para el campesinado y las familias de los contendientes.
También analicé que si fueron los únicos capaces de combatir al gobierno, deben estar cansados de tanto dolor. La guerra no se libró a besos ni a almohadazos y el derramamiento de sangre salpicó a los dos bandos. Además cuestioné la historia oficial presentada por la radio, la televisión y la Iglesia, donde exclusivamente nos mostraron a los militantes de las FARC como criaturas salvajes, sin alma y sin derechos: “que la guerrilla dinamitó”, “que la insurgencia secuestró”, “que los del monte hacían y deshacían”, en cambio, siempre presentaron al Establecimiento como los benefactores de la población, esa fue la noticia caliente de cada hora, durante muchos años; un cuento para no creer, porque son los mismos dueños de los chircales, los despojadores de tierras y como me entere años después, los asesinos de mis hermanos y mi padre, me refiero a los paramilitares escondidos detrás del Ejército, a los empresarios y políticos millonarios, dueños y señores de gran parte del territorio nacional.
Considero que ustedes más que nadie saben el rigor de la guerra, los pros y contras, la experiencia de enterrar o abandonar a un amigo en el campo de batalla, de sacrificar sus hogares por una lucha sin tregua, más aún, debieron guardar secretos indecibles ante la opinión pública. Precisamente, es hora que los colombianos sepamos la verdad y las razones que los llevaron a tomar las armas como medio de defensa. Ojalá el Gobierno también se decida, porque tiene mucho que aclarar sobre el origen de esta confrontación.
Cuando la población civil tenga contacto directo con ustedes, accederán a la contra historia que ocultaron los anaqueles oficiales. Al principio muchos se esconderán en sus casas, asustados de ver en carne y hueso a los enemigos internos que les pintaron. No obstante, poco a poco, como sucedió hace tiempo con la Unión Patriótica y el M19, la gente se acercará a denunciar la inconformidad que soportaron durante décadas: la salud podrida, el desastre del Transmilenio, el hacinamiento, la violencia cultural que sufren las mujeres y jóvenes a causa de la doble moral, la carencia de educación, lo nefasto de trabajar para pagar arriendo y aguantar hambre el resto del mes, los niños y niñas que engrosan los cordones de miseria, obligados a comer sus propias heces, piojos o si tienen suerte aguapanela con papel, aquellos mismos que carecen de servicios básicos y del afecto de este mundo.
De igual manera, los buscarán las madres de Soacha, quienes aún lloran la impunidad de los mal llamados falsos positivos y los cientos de familiares víctimas del Bloque Capital de las AUC, que masacraron jóvenes en Ciudad Bolívar, Kennedy, Usme y Bosa con el argumento de la limpieza social y que hoy en día tienen a su comandante – Manuel Pirabán, Alias Jorge Pirata – , gracias a la Ley de Justicia y Paz, de nuevo en las calles como Pedro por su casa, con el peligro de seguir delinquiendo bajo otra razón social, que ahora podría ser, digamos: las Águilas Negras, las mal llamadas Autodefensas Gaitanistas o simplemente las Bacrim, las cuales, en síntesis, son los mismos de la mano negra que asoló las regiones desde 2002 hasta 2010.
Hay muchas razones para que nazca un nuevo proyecto político, que se diferencie de las prácticas corruptas, del acomodamiento y el relax de las aguas tibias que inundan al país. Colombia grita desesperadamente, que pare tanta mentira y el patético desfile de pasarela sobre las urnas, propiciado por los mismos jefes y gamonales –de derecha e izquierda- que se limitan a buscar a las comunidades cada cuatro años, para que les regalen el voto.
Lo que sí quiero pedirles es que las personas que habitamos las grandes metrópolis encontremos en ese espacio una expresión de participación real, que seamos escuchados y tenidos en cuenta porque de todas las comisiones que fueron a La Habana ninguna representa el clamor de las clases populares urbanas. Está bien que asistan las personalidades, las y los pluma blanca de los sectores y movimientos sociales, empero, la renovación política únicamente se lograra con el concurso y empoderamiento de los dirigentes de base, quienes si llevan muchos años pensándose un modelo de ciudad y forjando sus convicciones.
Estoy convencido que el testimonio y las propuestas de vendedores ambulantes, madres y padres de familia, viviendistas, barrenderos, conductores de servicio público, recicladores, pequeños comerciantes, desempleados, las y los adultos mayores, oficinistas y profesionales de campo, de la mano de los jóvenes, arrojarían una visión de ciudad que podría ser conducida por líderes que vengan del pueblo pueblito, generando identidad y consciencia de lo que somos y de dónde venimos. Lo más importante, ese gesto de aprecio generaría confianza para que desde Bogotá, pasando por las costas, los llanos y llegando a Pasto, se construya un verdadero dialogo nacional. Si es preciso cuenten conmigo, con lo poco que me queda de familia, seguro que al ver la motivación, ahí mismito se nos unen muchos amigos.