Por: Camilo González Posso; presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz; director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.
Fecha de publicación: 3 de marzo de 2013.
Al comenzar el año 2013 todas las miradas siguieron dirigidas hacia La Habana con interrogantes sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo definitivo de terminación del conflicto y construcción de paz, tal como se anunció en octubre en declaraciones conjuntas del Gobierno Nacional y las FARC.
Las cábalas del que se ha llamado el “año de la paz”, estuvieron marcadas por la iniciativa del presidente Santos para rodear el proceso de diálogos del apoyo internacional, por las noticias positivas de acercamientos en el primer tema abordado en La Habana, pero también por la declaratoria de oposición total que hizo la corriente política encabezada por el ex presidente Álvaro Uribe. La terminación el 20 de enero de la tregua unilateral decretada por la FARC desde el 20 de noviembre del año anterior, volvió a colocar las noticias de guerra y hostilidades en las primera planas de los medios de comunicación.
Con todo esto, la expectativa nacional sobre el futuro de las conversaciones de paz volvió a su estado habitual, es decir a las expresiones de simpatía por todo intento de ponerle fin a décadas de confrontaciones armadas y atrocidades y al escepticismo sobre los probables resultados: las encuestas de opinión han coincidido durante mucho tiempo en mostrar que la mayoría de los colombianos respaldan los diálogos para buscar el fin de las confrontaciones armadas y también que es grande el porcentaje que percibe como poco probable o improbable que se llegue a un pacto de paz en una mesa de negociación.
El debate en los círculos académicos y entre los analistas de oficio sigue ponderando factores que pueden decidir el desenlace final de este nuevo intento de solución negociada al conflicto armado en Colombia. Aquí también opera el cálculo de probabilidades, pero pretende ir más allá de las intuiciones y primeras percepciones, para mostrar las fortalezas de este proceso y señalar posibles soluciones a los grandes obstáculos que resultan de la polarización gobierno - uribismo, la ruptura de la Unidad Nacional, los prolegómenos preelectorales, los retos judiciales o la debilidad de la movilización por la paz.
En este texto se hace una lectura del Acuerdo General de finalización del conflicto suscrito en La Habana en agosto de 2012 para invitar a la reflexión sobre los temas centrales de la agenda pactada e identificar los principales retos de esa negociación. En la primera parte se valoran los avances en el tratamiento a la cuestión del desarrollo rural y a la política frente a los cultivos ilegales. En la segunda sección se interrogan puntos álgidos relativos a los alcances constitucionales de la participación política, estatuto de la oposición y medios de comunicación; se muestran las dificultades de las cuestiones penales y de justicia transicional. Finalmente se señala la importancia de lograr un pacto político nacional que permita ampliar el consenso para los acuerdos de terminación del conflicto y darle sostenibilidad al proceso mayor de construcción de paz con democracia en las próximas décadas. Por supuesto que se dejan enunciados apenas muchos de los dilemas que son cruciales y otros ni siquiera se abordan, como el asunto de las armas en el pacto y en el post conflicto. Se trata apenas de un recorrido por el laberinto de las agendas, sus retos y sus salidas. En este escrito no se aborda lo relativo a las posibles conversaciones con el ELN aunque se destaca la necesidad de que se inicien en este mismo periodo.
Fortalezas del actual proceso de conversaciones de paz.
A diferencia de lo ocurrido en los fallidos intentos de pactos de paz entre el gobierno y las FARC, en esta ocasión parecen dominar las intenciones de buscar un acuerdo de finalización del conflicto sobre las tácticas de acumular fuerzas para continuar la confrontación armada.
En cada uno de los intentos anteriores las grandes apuestas de los estrategas de cada lado eran para ganar terreno político y militar que permitiera pasar a una situación de ofensiva y de imposición de condiciones con alto costo para el adversario.
Los acuerdos de la Uribe suscritos en 1984 plasmaron una ruta aparentemente sensata y viable en el papel pero carente de sustento por la falta de compromiso del régimen y por los cálculos de una guerrilla que no se decidía a abandonar la perspectiva de guerra por el poder. El gobierno de Belisario Betancur se embarcó en ese acuerdo sin contar con el respaldo del bipartidismo dominante y con la oposición abierta de los militares y de grandes poderes económicos rurales y de grupos económicos. El narcoparamilitarismo estaba en ciernes, el narcotráfico en ascenso y en las políticas de seguridad gravitaban alrededor de las doctrinas de “seguridad nacional” promovidas por la asistencia militar de Estados Unidos en todo el continente.
El esquema de los diálogos se puso en marcha con el supuesto de cese bilateral de hostilidades, gradual apertura política, autorización para la formación de la UP, un partido político con presencia de guerrilleros y aliados de las FARC y progresivo desmonte de la guerrilla para transformarse en autodefensas y luego en guardias civiles o juntas campesinas.
Pero en la práctica no opero el cese al fuego y la UP se transformó en objetivo militar de exterminio sistemático. La fragmentación de la búsqueda de la paz en dos procesos, uno con las FARC y otro de aproximaciones con el M19 y el EPL llamado “Diálogo Nacional”, contribuyó al debilitamiento del conjunto de la política y a la crisis prematura del gobierno Betancur a raíz de la tragedia del Palacio de Justicia. Después de la toma y retoma del Palacio, con su saldo de horror, muerte y desesperanza, se fortalecieron los “enemigos solapados” y abiertos de las conversaciones de paz, Betancur quedó aislado en ese empeño y se impuso el terror.
El fracaso de los acercamientos entre el gobierno y las FARC, realizados en 1991 en Caracas y en Tlaxcala, fue un colorario del fracaso de los pactos de La Uribe que llevaron a las FARC a retomar su estrategia de guerra por el poder y al predominio en el régimen de la tesis de López Michelsen de “negociar después de derrotar”. En esas conversaciones que contaron en los extremos de la mesa a Humberto de la Calle y a Iván Márquez, entre otros, no pasaron de hacer bosquejos sobre las condiciones para un cese bilateral de fuegos y los 80 o más sitios de acampamiento de las guerrillas en tregua.
Ese fracaso en Tlaxcala sirvió de referencia para definir el modelo Cagúan de conversaciones durante la administración Pastrana (1998 – 2002): conversaciones sin cese al fuego o las hostilidades; aceptación de una zona “desmilitarizada por el Estado” en cinco municipios de amplio control por parte de la guerrilla, para ubicación de la mesa de negociaciones; definición de una agenda extensa de temas hacia la “nueva Colombia”. Esas conversaciones estuvieron precedidas por el escalamiento de las acciones armadas y también de las grandes movilizaciones del Mandato por la Paz en las cuales más de diez millones de personas pidieron el fin del conflicto armado, negociaciones de paz y rechazo a los crímenes de lesa humanidad.
El fracaso de las conversaciones en El Cagúan fue estrepitoso y mostró que las partes concurrieron a la mesa para utilizar los diálogos en función de estrategias de guerra. Las FARC fueron a la mesa en un momento de gran iniciativa militar en el sur y oriente del país y pensaban que las conversaciones y la zona desmilitarizada le servían en su plan de ofensiva militar por el poder. Por su lado, el gobierno necesitaba tiempo para recomponer las fuerzas armadas y fortalecer el frente de guerra con apoyo de los Estados Unidos, mientras la múltiple alianza del poder, los militares y de grandes grupos económicos con la parapolítica y los narcoparamilitares, se encargaba de la guerra sucia por el control de territorios estratégicos.
Lo que siguió al fracaso del modelo Cagúan fue una década de cruda confrontación y de ofensiva sostenida por parte del gobierno con el apoyo de los Estados Unidos. Entre 1996 y 2005 la múltiple alianza con los narcoparamilitares y para políticos tuvo gran eficacia para el control del norte del país, de la zona central y de los territorios clave de recursos minero energéticos y para la agroindustria. Con ese antecedente la estrategia del gobierno se dirigió a consolidar las zonas “liberadas” y a obligar a un mayor retiro de las guerrillas hacia la selva profunda. Y la guerrilla en retroceso, sufrió los golpes más graves de su historia, se replegó a su retaguardia histórica, a las fronteras, y busco resistir apelando a estrategias de recomposición política en algunos sectores de tradicional presencia y en centros urbanos.
El “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”3, suscrito como hoja de ruta por el gobierno y las FARC el 26 de agosto de 2012, parece nutrirse de las lecciones aprendidas en los anteriores intentos de negociación y se acomoda a la actual correlación de fuerzas en los escenarios políticos y militares del conflicto armado.
A diferencia de lo ocurrido en anteriores diálogos, en esta ocasión existe una confluencia de intereses en el propósito de llegar a un acuerdo final. El gobierno parte de la convicción de un cambio irreversible en la dinámica del conflicto que lleva a una neutralización y desarticulación progresiva de la capacidad militar de la guerrilla, a su aislamiento internacional para continuar la lucha armada y a un horizonte de derrota estratégica. Desde esa apreciación considera maduras las circunstancias para un pacto que no implique grandes costos en cuanto a cambios en el modelo económico o en la estructura de poder político. Además, los estrategas estiman que las concesiones políticas que implica un proceso de negociaciones con las guerrillas son pequeñas en relación a los logros en condiciones de seguridad para las grandes inversiones y para el funcionamiento institucional vigente. Por el lado de la guerrilla parece asumirse como realidad en este periodo, la incapacidad de la lucha armada como estrategia de cambio revolucionario del Estado y en consecuencia reconoce la necesidad de abordar de verdad la solución negociada sobre la base de reformas parciales y garantías políticas.
Como signo de los nuevos tiempos, las conversaciones comenzaron en secreto en los primeros meses del 2011 y, con el apoyo discreto de los gobierno de Cuba y Venezuela para la movilidad y las reuniones, se llegó al “Acuerdo General” que define criterios, fines, agenda y reglas del juego.
El esquema ha incluido un libreto distinto a los anteriores:
Fase 1. Conversaciones secretas. Después de 18 meses, culmina en agosto de 2012 con la firma del “Acuerdo General” que define la ruta.
Fase 2: Tramite de la agenda. Desde la instalación de la mesa en Oslo hasta la eventual firma del “Acuerdo de terminación del conflicto”, de cese definitivo de hostilidades y pautas para la construcción de la paz. Las conversaciones se adelantan en Cuba.
Esa fase dos avanza en condiciones de no inclusión del cese de hostilidades como prerrequisito de las conversaciones sobre la agenda y decisión de abordar el tema en la mesa bilateral para anunciarlo como parte del “acuerdo final”; limitación de la agenda a cinco temas generales que incluyen el desarrollo agrario, participación en política, victimas, política antidrogas, seguridad y dejación de armas; reglamento de funcionamiento de la mesa sin presencia de medios de comunicación y con mecanismos previamente acordados para la participación y aportes de terceros en actividades consultivas.
Fase 3. De implementación y verificación de los acuerdos. Esta fase incluye la puesta en marcha de mecanismos para la legitimación de los acuerdos por el conjunto de la ciudadanía, el proceso de dejación de armas, la puesta en marcha de los acuerdos en los temas y subtemas de la agenda que son de competencia del ejecutivo y las decisiones para que se lleven a la práctica los acuerdos de construcción de paz que necesitan la aprobación reformas constitucionales (si se acuerdan), leyes, decretos y decisiones de política e inversión. Se prevén mecanismos de verificación del conjunto de los acuerdos, incluidos los relativos al cese final de hostilidades y a las transformaciones sociales, económicas y políticas incluidas en el pacto.
En todas estas fases se ha incorporado el apoyo de la comunidad internacional y el acompañamiento de países facilitadores que inicialmente han sido Venezuela, Cuba, Chile y Noruega, pero cuyo número se puede ampliar en la fase 3.
En las primeras semanas de funcionamiento de la mesa de conversaciones se presentaron forcejos entre las partes sobre el alcance del Acuerdo General que sirve de base en temas de importancia relacionados con el alcance del mismo acuerdo, el momento del cese bilateral de hostilidades, la relación de la agenda con otros temas del modelo económico o político, los mecanismos de participación durante el proceso y para la legitimación de los acuerdos. En ese forcejeo la guerrilla ha pretendido lograr la mayor flexibilidad en el tratamiento de la agenda y la mayor presencia de organizaciones sociales en la interacción con la mesa de La Habana y el gobierno, por su parte ha mantenido una férrea decisión de circunscribir los temas y subtemas y mantener un perfil bajo de participación y comunicación sobre los debates sustantivos. Pero no obstante las tensiones, la existencia del “Acuerdo General” ha permitido el funcionamiento de la mesa y el avance del proceso.
Los debates públicos sobre la conveniencia de un cese bilateral de hostilidades se han realizado desconociendo muchas voces que sobre el acuerdo ya firmado incluye ese cese como objetivo central en la fase 2, pero no como prerrequisito para los diálogos. De esta manera, a pesar de los discursos, las diferencias entre los firmantes pueden referirse solo a los tiempos, en tanto las FARC presionan por llegar a ese acuerdo antes de agotar la agenda y el gobierno mantiene la idea de anunciarla como parte del paquete completo de pactos.
La pretensión de las FARC de modificar los términos del Acuerdo General que prevé un escenario de continuidad de las confrontaciones armadas durante las conversaciones en La Habana, ha sido leída como una necesidad en el terreno militar ante la contundencia de las acciones militares y en particular de los avances en inteligencia y en bombardeos. A eso se agrega la posibilidad de ganar audiencia entre la población liderando mensajes de disminución de daño o de impactos violentos contra la población. El punto fuerte de ese discurso de las FARC es la urgencia manifiesta en muchas regiones golpeadas cotidianamente por la violencia del conflicto armado y por hechos atroces.
Entre tanto el gobierno mantiene la letra del acuerdo base que le permite mantener la mesa y al mismo tiempo la iniciativa militar. La expectativa con operaciones como “Espada de Honor”, las fumigaciones químicas masivas en zonas de guerra, las que acompañan los planes de consolidación y otras, es infringirle golpes a la guerrilla y debilitarlas mientras siguen las conversaciones. Con esa política de hablar y “atacar, atacar, atacar”, el gobierno mantiene por un lado el respaldo y la cohesión de mando en la fuerzas armadas y por otro pretende neutralizar a la oposición uribista que rechaza los diálogos e intenta ganar a su lado a un sector del los militares. La negativa al cese bilateral de hostilidades antes del anuncio de un acuerdo final es para el gobierno una pieza esencial de su estrategia.
En estos asuntos relacionados con las hostilidades o el cese del fuego han abundado las confusiones y la utilización política del debate sobre hechos de guerra o infracciones al Derecho Internacional Humanitario. El vocero del gobierno en las negociaciones, Humberto de la Calle, ha repetido que la continuidad de acciones bélicas y contra combatientes por parte de las FARC, son un atentado contra las negociaciones o una muestra de falta de voluntad para llegar a acuerdos. La confusión sobre acciones contra combatientes con las que prohíbe el DIH a no combatientes, no sólo es una ligereza del ex Vicepresidente De la Calle, sino que lleva a desacreditar el conjunto de un proceso que pactó conversaciones en medio de la guerra o de confrontaciones armadas.
Tampoco ayuda la pretensión de las FARC de que se le reconozca la calificación de prisioneros de guerra a los soldados y policías que captura en situaciones de combate. Si bien es cierto son combatientes privados de la libertad y no son secuestrados con fines extorsivos, la discusión de esos asuntos es un terreno ya minado para la guerrilla que perdió en la última década su recurrente batalla por un “canje de prisioneros”.
Las continuas declaraciones de los negociadores a propósito de hechos bélicos o de reales o supuestos crímenes atroces, se mostró temprano como un obstáculo al respaldo ciudadano a la búsqueda de una solución política. Cada declaración de Iván Márquez o de otro de sus acompañantes en La Habana para intentar justificar algún hecho de guerra se convirtió en un pretexto para desacreditar los diálogos y en una pérdida de espacio político para las FARC. Ese camino de darle vocería sobre hechos bélicos a los delegados a las negociaciones, sean de la guerrilla o del gobierno, y no circunscribir su papel a los asuntos sustantivos definidos en la agenda pactada, se mostró nefasto en El Caguan y ahora en La Habana volvió a mostrarse completamente contraproducente. La comprensión de esta tensión y la prudencia de los negociadores frente a temas no incluidos en la agenda se mostró a su vez como una ganancia para el buen ambiente con el proceso.
Es evidente la complejidad de la agenda pactada en los temas de desarrollo agrario y política antidrogas; incluso es más ambiciosa que las propuestas en las conversaciones de 1984 o del 2000. Pero a pesar de esas características el desarrollo de las conversaciones y los procesos participativos realizados en noviembre y diciembre de 2012 mostraron la posibilidad de acuerdos en esta materia y la definición de mecanismos para que en la siguiente fase se tramiten subtemas en escenarios de amplia participación y de decisión.
El gobierno ha insistido en sus políticas contenidas en el Plan de Desarrollo 2010 – 2014, en la ley 1448 de 2011 sobre derechos de las víctimas y restitución de tierra y en el proyecto de desarrollo rural preparado por el Ministerio de Agricultura. Frente a esa orientación las FARC entregaron el documento con diez propuestas mínimas para el “DESARROLLO RURAL PARA LA DEMOCRATIZACIÓN Y LA PAZ CON JUSTICIA SOCIAL DE COLOMBIA ”4. Los primeros análisis de las propuestas coincidieron en mostrar la convergencia y la posibilidad de acuerdos en este primer tema.
La pregunta que gravitó fue sobre la posibilidad de conciliar las propuestas de las FARC de “reforma rural y agraria integral, socioambiental, democrática y participativa, con enfoque territorial” con las políticas del gobierno que se concentran en la agroindustria y ceden el mercado interno a la avalancha de granos y bienes agrícolas de Norte América y Europa.
La evolución de la plataforma agraria de las FARC fue resumida como el paso de exigencias de expropiación del latifundio a las de erradicación del latifundio improductivo. El diagrama 1 ilustra la percepción de los cambios en el discurso de las FARC en algunas instancias del gobierno5.
Los 10 puntos presentados por las FARC tienen criterios orientadores y propuestas especificas que, como señaló Alfredo Molano en su columna, no distan mucho de los contenidos en el Informe de Desarrollo Humano 2011 presentado por el PNUD6. En algunos asuntos coincide también con el proyecto de desarrollo rural entregado por el gobierno en mayo de 2012 para los procesos de consulta. Y en muchos otros es convergente con las propuestas de las organizaciones campesinas, indígenas y afros y el proyecto de la Mesa de Unidad Agraria. (ver http://www.indepaz.org.co/?cat=6 )
El estudio de Fedesarrollo, anunciado en los primeros meses de 2013, sobre la efectividad productiva de la pequeña producción campesina y los comentarios de técnicos cercanos al gobierno como Roudolf Hommes, ha ayudado a sustentar la pertinencia de un modelo mixto de desarrollo rural que le de gran importancia al fortalecimiento de la economía campesina agregando razones económicas a las de sentido social y de conveniencia política para la superación del conflicto. José Leibovich, uno de los autores del estudios, señaló que “se ha verificado que el valor monetario bruto de la producción por unidad de tierra cultivada es superior en promedio para los pequeños productores, los cuales son muchísimos más respecto de los grandes, que son pocos” (Columna de opinión, El Espectador 17 de febrero de 2013).
Lo que se mostró rápidamente fue la posibilidad de acuerdo en ese tema crucial de la agenda relativo al desarrollo rural. Las piezas clave de la convergencia, además de la aceptación del modelo mixto, llevan a profundizar en los contenidos y mecanismos del fondo de tierras y de justicia distributiva territorial. En la definición de la letra menuda del acuerdo tiene lugar la territorialidad campesina con derechos especiales similares a los reconocidos para territorios étnicos que incluyan las Zonas de reserva Campesina (Ley 160 de 1994) , Zonas Campesinas de producción de alimentos, zonas interétnicas y otras figuras nuevas destinadas a proteger a las comunidades campesinas y sus planes de vida a largo plazo. La historia de las ZRC muestra que a pesar de la apariencia de pertinencia y viabilidad, el paso de la aceptación legal a la realidad encuentra muchos obstáculos. Las pocas ZRC aprobadas a finales de los años 90s y apoyadas con crédito del Banco Mundial, fueron congeladas durante años y durante la administración Uribe (2002 – 2010) ni el INCORA ni el INCODER tramitaron las solicitudes presentadas. En la actualidad se ha presentado un nuevo ambiente desde el INCODER pero desde los centros de mando de las operaciones de guerra y los planes de consolidación, integran las respuestas a los planes contrainsurgentes. Con este antecedente se entiende que en un escenario post conflicto podrían tener espacio nuevas ZRC pero que es de mayor controversia la aprobación de figuras territoriales adicionales a las actualmente legalizadas. Zonas Inter étnicas y Zonas campesinas de producción de alimentos pueden cumplir un papel positivo en el desarrollo rural pero su conformación significa fuertes negociaciones sobre el ordenamiento territorial.
El simple enunciado de temas muestra que no obstante las coincidencias hay mucha tela que cortar y mucho interés en juego. Entre esos temas se incluyen referencias a la erradicación del latifundio improductivo, “desganaderización”, tributación progresiva, seguridad alimentaria, regulación de la inversión extranjera y a la extranjerización del control territorial, restitución de tierras a los desplazados, derechos de la propiedad colectiva y territorios étnicos, protección de la biodiversidad, de las semillas y conocimientos ancestrales, revisión de tratados internacionales de comercio y sus impactos en la agricultura.
Todos esos asuntos han sido abordados en los debates del proyecto de ley de ley de tierras y desarrollo rural elaborado por el Ministro Juan Camilo Restrepo y sus asesores7. Las políticas dirigidas al fortalecimiento de macroproyectos agroindustriales con grandes inversiones del sector financiero nacional y de empresas extranjeras, han sido de gran preocupación del Ministro y allí han estado las mayores controversias no solo con campesinos e indígenas sino con sectores conservadores o del partido de la U que se han opuesto a la “extranjerización” y piden una fuerte regulación de la apropiación de tierras a gran escala por capitales foráneos.
Las iniciativas gubernamentales para facilitar la concentración de la tenencia o uso del suelo en megaproyectos han chocado con la sentencia de la Corte Constitucional que declaro inconstitucional los artículos de la ley de presupuesto que desmontaban las restricciones a la Unidad Agrícola Familiar; también han tenido mal recibo las formulas favorables a “ocupantes de buena fe” de predios de los desplazados, que figuran como “contratos de uso” o inmersos en la propuesta de “derecho real de superficie”.
El arte de los negociadores del gobierno y de la guerrilla para llegar a un acuerdo en el primer punto de la agenda, pasa por resaltar los puntos en los cuales ya hay convergencia, asumir medidas que son del resorte del ejecutivo y presentar una ruta para que la consulta previa y el debate del proyecto de ley elaborado por el gobierno incorpore reformas clave de apoyo a las comunidades campesinas y étnicas.
Las ocho propuestas mínimas para el reordenamiento y uso territorial, presentadas por las FARC a principios de febrero de 2012, incluyen propuestas que tocan la política minera promovida durante la última década y que es piedra angular del Plan de Desarrollo 2010 – 20148. En muchos aspectos ese documento retoma elaboraciones realizadas desde la academia y algunas incluso contenidas en documentos del Ministerio de Agricultura, del PNUD y de gremios como la SAC o FEDEGAN sobre la necesidad de regular la ocupación minera del territorio y la competencia asimétrica que se ha impuesto en contra de las actividades agropecuarias y forestales. Desde la elaboración del Acuerdo base, que se anuncio al país en octubre de 2012, el gobierno trazó una línea en los temas a abordar para circunscribirlos al dominio de lo “agrícola” y con ese enfoque sectorial ha rechazado la pretensión de las FARC de incursionar en otros asuntos estratégicos como el minero energético.
En sana lógica es fácil demostrar que no se puede tener una agenda sobre reordenamiento del uso del suelo y guardar silencio sobre el reto principal de la territorialidad colombiana con el auge de la minería y la exploración petrolera que tienen titulado o en contratos más de 25 millones de hectáreas continentales. Pero de allí no se desprende que la agenda pueda ampliarse al punto de llevar a una negociación en La Habana del conjunto de la política minero energética. En los documentos de las FARC se encuentran ideas “curiosas” como la propuesta de suspender todos los proyectos hidroeléctricos y otras bastante discutibles. En estos terrenos deberá primar el pragmatismo sobre la tentación de abarcar demasiado y meterse en discusiones sin salida posible.
Al tiempo con las discusiones sobre la agenda rural se abrió en el país y en La Habana la deliberación sobre la política antidrogas y frente a los cultivos ilegales. El gobierno animó el debate público sobre el proyecto de estatuto antidrogas y tomó iniciativas internacionales para promover un cambio en las ya desprestigiadas políticas de la guerra antidrogas y de descuido de los enfoques sanitarios.
En el Acuerdo General sobre la agenda, bajo el pretencioso titulo “Solución al problema de la drogas ilícitas”, se incluyen los siguientes subtemas:
- 1. Programas de sustitución de cultivos ilícitos. Planes integrales de desarrollo con participación de las comunidades en el diseño, ejecución y evaluación de los programas de sustitución y recuperación ambiental de las áreas afectadas por los cultivos ilícitos.
-2. Programas de prevención del consumo y salud pública
-3. Solución del fenómenos de producción del consumo y la salud pública
Como se puede observar los acuerdos en esta materia se prevén en lo relativo a los cultivos de plantas utilizadas como insumos en la producción de droga ilegales y al consumo de sustancias psicoactivas.
Los enunciados del gobierno y de la guerrilla coinciden con la opinión generalizada que distingue los cultivos de coca o amapola destinados a usos terapéuticos, medicinales o culturales. Desde esa óptica se encuentran propuestas en los documentos entregados al debate público. En el proyecto de Estatuto Antidrogas se abre la ruta para la producción licita con fines de salud:
“… áreas en donde es permitido cultivar plantas de las cuales se produzcan sustancias psicoactivas, siempre que sean destinadas para usos lícitos, evento en el cual la producción se adelantará bajo el control de la Policía Antinarcóticos” (Artículo 92)
“… el cultivo de las plantas de las cuales estos se produzcan, se limitarán a los fines médicos, terapéuticos y científicos, conforme a la reglamentación” (Artículo 94)
Las propuestas presentadas en las últimas dos décadas desde las organizaciones indígenas, campesinas y la academia, han respaldado iniciativas en ese mismo sentido pero le han agregado los fines culturales de grupos étnicos, alimenticios en el caso de la hoja de coca y la producción artesanal o industrial de productos como aromáticas, bebidas, papel y muchas otras que son tradicionales en comunidades indígenas tanto de Colombia como de Bolivia o Perú. En el Congreso de la República se han presentado proyectos con esta orientación que, aunque no tuvieron buen recibo en el pasado, ahora encuentran eco en parlamentarios de todos los partidos.
Las FARC han retomado algunas de esas propuestas, que coinciden con los mencionados artículos del proyecto gubernamental y en otros aspectos con los presentados desde sectores ciudadanos.
“Con el propósito de mejorar las condiciones de vida y de trabajo de comunidades rurales que actualmente dedican su actividad económica, por razones de subsistencia, a los llamados cultivos de uso ilícito, se propone cesar la política de criminalización y persecución, suspender las aspersiones aéreas y otras formas de erradicación que están generando impactos negativos socioambientales y económicos. Hay que reorientar el uso de la tierra hacia producciones agrícolas sostenibles e incluso considerar planos de legalización de algunos cultivos de marihuana, amapola y hoja de coca con fines terapéuticos y medicinales, de uso industrial, o por razones culturales”.(Ocho propuestas mínimas… No.8)
El uso de la hoja de coca como insumo en la producción de bienes de consumo no psicoactivos es una práctica tradicional en comunidades indígenas pero en Colombia no tienen autorización para ser comercializados por fuera de los resguardos. Existe la curiosa normativa que los autoriza para indios en sus territorios pero los considera un peligro para la salud del resto de la población. A pesar de esas normas, en la practica hay cierta flexibilidad con la distribución en redes informales o de pequeña escala y un reconocimiento entre la población de que hay un abismo entre te de coca y cocaína. Solo la DEA y la DNE se han atrevido a exponerse al ridículo con su lema “la mata que mata”. Ese contexto parece favorable para avances en la autorización de usos industriales sanos de plantas de coca, amapola o mariguana.
También hay un camino recorrido en lo relativo a sustitución de cultivos y planes regionales para ofrecer alternativas a los campesinos que incursionaron en el cultivo de coca. Experiencias como el PNR, el Plante, los Programas de Desarrollo y Paz o los Laboratorios de Paz, han sido ampliamente debatidos o criticados y arrojan lecciones para futuros programas regionales que, como parte de la política rural y de reforma agraria, permitan una respuesta a cerca de 500.000 personas que han girado alrededor del cultivo en la última década, circulando en ese periodo por más de 400.000 hectáreas, según estudios de la Universidad de los Andes9 y de las Naciones Unidas10.
Este es un capitulo importante de la política general y de los acuerdos de paz por la dimensión de la problemática social pero también por la interrelación con la financiación de la guerrilla y de los narcoparamilitares. Se ha estimado que las FARC han tenido ingresos anuales de más de US$50 millones por su intervención en diversos eslabones de la cadena que va desde el cultivo de coca a la exportación de cocaína. Y no obstante la fumigación y los avances en incautaciones, ese negocio continua siendo rentable y significa una trampa de inseguridad y pobreza para los campesinos.
El amplio debate internacional ha mostrado la urgencia de replantear las políticas en todas las dimensiones del problema, incluidas por supuesto las de prevención del consumo, atención sanitaria, represión a la oferta ilegal de estupefacientes, interdicción de exportaciones y de circulación de precursores, lavado de activos, entre otros.
El balance de las fumigaciones como estrategia fallida ha sido documentado desde la academia y últimamente también por estudios de la ONUCD. Se ha demostrado el bajo impacto de la aspersión aérea con defoliantes, como la mezcla de glifosato – POE – Cosmo flux y otros tóxicos, en la disminución de la oferta, aumento de precios o caída del consumo en los mercados de Norte América y Europa. El costo de la reducción de cultivos se ha mostrado astronómico frente al costo de las operaciones de incautación en el trafico mayor. En cambio la guerra química recae realmente en contra de la población campesina y la coloca en contra del Estado y sus políticas en las regiones con experiencias cocaleras. Los ejemplos de resistencia campesina a las fumigaciones y planes militares de erradicación forzada ilustran su bajo impacto también como política contrainsurgente que pretende ganar a la población en zonas de influencia guerrillera. Los campesinos no ven salida con los llamados planes de desarrollo alternativo y menos con la ocupación militar de territorios que impone a las comunidades regímenes dictatoriales locales comparables con el despotismo del control guerrillero.
La necesidad del replanteamiento de las fumigaciones como parte de la guerra antidrogas y antiterrorista ha dejado de ser un alegato de ONGs ambientalistas o de derechos humanos y tiene mayor espacio en instancias de gobierno. De modo que en la discusión de este punto de la agenda en La Habana, como en el debate del proyecto de Estatuto Antidrogas, se pueden tener acercamientos que vayan en la dirección de planes efectivos de sustitución de cultivos ilegales y de políticas de desarrollo y seguridad en las regiones que neutralicen el posible reciclaje del negocio.
Los retos mayores para que se llegue a la firma del acuerdo de terminación del conflicto y la construcción de la paz son la superación del escepticismo de la gente y la neutralización de la oposición del sector de ultraderecha. Pero también se requiere superar dificultades sobre los limites efectivos de la agenda de temas y darle respuesta a la brecha existente en cuanto al alcance de la apertura política que permita la participación de partidos políticos emergentes y supere la rigidez del régimen que no ha dejado de ser bipartidista o de sus combinaciones. Además no son de fácil resolución las ecuaciones no lineales en lo relativo a justicia transicional, comprendido el marco constitucional y legal frente a crímenes atroces y graves violaciones a las normas del DIH y también la garantía de derechos de las víctimas de más de cinco décadas de violencia sistemática y conflictos armados internos.
La agenda sobre participación política va mucho mas lejos que la definición de garantías o cuotas políticas a las FARC y se compromete con asuntos de gran calado en la ampliación de la democracia representativa y en la de participación directa.
Basta leer el punto 2 de la agenda para constatar que ese debate y los posibles pactos conciernen a toda la sociedad.
“-1. Derechos y garantías para el ejercicio de la oposición política en general y en particular para los nuevos movimientos que surjan luego de la firma del Acuerdo Final. Acceso a medios de comunicación. -2. Mecanismos democráticos de participación ciudadana, incluidos los de participación directa, en los diferentes niveles y diversos temas. -3. Medidas efectivas para promover mayor participación en la política nacional, regional y local de todos los sectores, incluyendo la población más vulnerable, igualdad de condiciones y con garantías de seguridad”.
Los derechos para la oposición política están relacionados directamente con la arquitectura institucional de Estado y no solo con las reglas de elecciones a corporaciones. La pregunta en este terreno no es que se necesita para desmovilizar a las FARC sino que hace falta para que se tenga un régimen representativo democrático, que no este controlado por grupos de interés, mafias y clientelas y que falta para que sea realidad el Estado Social de Derecho y la democracia participativa. Un pedazo de ese déficit podrá incluirse en los acuerdos de aplicación inmediata que se anuncien en La Habana pero lo sustantivo es del resorte de toda la población y deberá asumirse por mecanismos democráticos y de soberanía popular.
¿Es suficiente el marco constitucional que define los derechos de la oposición?
Artículo 112.- Los partidos y movimientos políticos que no participan en el Gobierno podrán ejercer libremente la función crítica frente a éste y plantear y desarrollar alternativas políticas. Para estos efectos, salvo las restricciones legales, se garantizan los siguientes derechos: de acceso a la información y a la documentación oficiales; de uso de los medios de comunicación social del Estado de acuerdo con la representación obtenida en las elecciones para Congreso inmediatamente anteriores; de réplica en los medios de comunicación del Estado frente a tergiversaciones graves y evidentes o ataques públicos proferidos por altos funcionarios oficiales, y de participación en los organismos electorales.
Los partidos y movimientos minoritarios tendrán derecho a participar en las mesas directivas de los cuerpos colegiados, según su representación en ellos.
Una ley estatutaria regulará la materia”. (CPC, 1991)
Después de 21 años de haberse aprobado el mandato constitucional, los sucesivos gobiernos y partidos que los han respaldado, se han negado sistemáticamente a tramitar la ley estatutaria de derechos para la oposición. Las escaladas de violencia, comprendido el genocidio contra la Unión Patriótica y el asesinato de decenas de miles de líderes sociales y políticos, han sido la realidad de los derechos. La negativa a cumplir los pactos constitucionales sobre derechos de la oposición, suman estas últimas décadas a tres décadas de prolongación del bipartidismo que durante el Frente Nacional excluyo por Plebiscito cualquier partido distinto a los llamados tradicionales y le dio, bajo el régimen del Estado de Sitio y la doctrina de la “Seguridad Nacional”, tratamiento de guerra a los movimientos sociales de protesta.
A este nivel se ha anotado la necesidad de incluir como sujetos de la oposición política a asociaciones de ciudadanos o de organizaciones civiles conformadas para intervenir en instancias de la democracia participativa y de control a la acción pública. Desde el debate constituyente se alertó sobre los riesgos de limitaciones a la legalidad de los partidos con las definiciones legales sobre el umbral y el criterio exclusivamente electoral de reconocimiento a partidos, movimientos o asociaciones políticas; incluso en ese terreno se advirtió que en razón al derecho a la igualdad, toda organización social puede hacer acciones de oposición y además se puede pensar en que asociaciones políticas con los mismos derechos de los partidos cuando tengan como afiliados un número equivalente al número de votos del parlamentario con los menores requisitos o, en las entidades territoriales, con el mínimo de votos válidos para elegir un diputado o concejal en las elecciones anteriores. En el abanico se han escuchado propuestas con más requisitos, con el argumento de evitar la fragmentación sin caer en la exclusión.
Lo relativo a la democracia en la disposición, usufructo o propiedad de los medios de comunicación, también se debatió sin mayor éxito en la Asamblea Constituyente. El punto de partida ha sido la definición de la comunicación masiva y el uso de la radio y la televisión como servicios públicos de responsabilidad del Estado cuyo acceso debe ser garantizado a todos los ciudadanos con criterios de pluralismo, diversidad, responsabilidad y prohibición del monopolio y del control por poderes económicos, políticos o corporativos.
Asunto importante de esa discusión de 1991 fue la necesidad de una regulación exigente que impida el control por parte de un agente económico o político de una modalidad de comunicación – sea ella escrita o audio visual – y también el control por integración vertical de varios medios de comunicación. Y en lo relativo a la oposición y a los movimientos o partidos surgidos en procesos de pactos de paz o finalización de conflictos armados, se debatió la necesidad de su acceso y disposición de canales de televisión cadenas de radio. El Noticiero AM PM fue un ensayo exitoso de esos mecanismos de participación de la oposición en medios masivos de comunicación. Desafortunadamente esa experiencia se frustró ante al avance de la privatización de los grandes medios de radio y televisión y su entrega a los grupos económicos.
El Estatuto de partidos y el de la oposición se han mostrado insuficientes para la democratización del régimen y la superación de la desigualdad y asimetría extrema en el ejercicio de la política en contra de quienes no participan en los gobiernos nacional o de entidades territoriales. Las maquinarias regionales o nacionales siguen reproduciéndose a partir de manejo clientelista y patrimonial del Estado, de los presupuestos, los sistemas de contratación y el control de entidades públicas. Y a esto hay que añadir la exclusión o la imposición de procedimientos que mantienen el monopolio de las vertientes bipartidistas y de las formaciones de unidad liberal – conservadora, sobre todos los organismos de control, la función pública, las altas cortes y, en la práctica sobre los organismos electorales.
En esa lógica, para llegar a lo que corresponde a un pacto final de solución del conflicto armado, hay que tener el panorama general y diseñar la ruta de los posibles cambios. En La Habana se esperan pactos parciales en esta materia, tan amplios como sea posible y lo limitados que sea necesario para el anuncio de terminación definitiva de las hostilidades.
En el Congreso de la República y en diversos escenarios se han identificado las falencias del régimen político y los vacíos que quedaron en este terreno cuando se aprobó la Constitución Política en 1991. Mucho se ha repetido la frase de Álvaro Gómez Hurtado cuando, en su condición de presidente de la Asamblea Constituyente afirmo que “hemos cambiado la constitución pero no el régimen”.
La constatación de esa apreciación se ha tenido en estas décadas en situaciones de cooptación del Estado por estructuras criminales, mafias, paramilitares, narcoparamilitares y parapolíticos. Durante los últimos veinte años han sido factor clave en aparatos del Estado, unas veces con representación directa en más de una tercera parte del Congreso de la República, otras con notoria presencia en el ejecutivo y en las coaliciones de gobiernos desde los municipal y departamental hasta lo nacional. Con esas posiciones de poder han logrado normas y redes dirigidas a consolidar conquistas políticas o representadas en activos y privilegios para sus negocios. De modo que desmontar estructuras mafiosas y narco políticas en el Estado es una necesidad para la democracia y la paz.
Pero la incidencia de las mafias es solo una parte del problema superar. Otros poderes económicos y políticos aún más importantes, han actuado para disputarle las posiciones a las mafias y también para fortalecer o conformar instituciones cooptadas y consolidar el modelo neoconservador de Estado al servicio de grandes negocios. En ese proceso de tensiones y pugnas se han trasformado y reencauchado las viejas maquinarias bipartidistas y han mutado en un tripartidismo que mantiene mucho de la vieja matriz en la cual los gamonales regionales se adaptan y transitan de lado a lado para mantenerse como intermediarios de grandes intereses y distribuidores corruptos de cuotas y rentas del Estado.
La contrareforma que se inició al otro día de la aprobación de la Constitución de 1991, como se evalúa en el libro Memorias para la democracia y la paz, a los 20 años de la Asamblea Constituyente11, ha avanzado mucho con más de 25 actos legislativos y un arsenal de leyes. En esa evaluación se señala que “no se ha llegado hasta la destrucción de lo esencial del orden constitucional y que con el actual se podrían revertir construcciones legislativas que han ido montando un régimen ultrapresidencialista y autoritario. Pero no faltan voces que llaman la atención sobre la fractura que han significado reformas como la de la reelección, el retorno de cuotas de clientela desde el presupuesto de la nación, el dominio de las Cortes y de los órganos de control por los herederos del bipartidismo, la superposición del megaderecho a la sostenibilidad fiscal por encima de todos los derechos. Se eliminó la norma constitucional que dejaba la posibilidad a la expropiación sin indemnización y en cambio se instituyó legalmente la propiedad de títulos mineros como un derecho por encima de toda otra propiedad. Con la reforma a la justicia que ya ha sido aprobada en primera vuelta, se debilita la independencia de las Cortes, se favorece a los congresistas ante procesos similares a los de la parapolítica y se mantienen lo graves problemas de falta de acceso y diligencia en el aparato judicial”. (González, 2012)
“Todo este panorama conduce a aceptar que si se pretende un marco jurídico para la paz definitiva y la transición completa al fin de los conflictos armados y a una sociedad no violenta, aún quedan cambios constitucionales por hacer. Algunos de esos cambios quedaron pendientes en 1991, como los relativos al ordenamiento territorial, revocatoria ciudadana del mandato, moción de censura y otros contenidos de la democracia participativa, democratización del sistema de partidos, regulación contra el monopolio u oligopolio en los medios masivos de comunicación y en el control del campo electromagnético. Muchos constituyentes han señalado que quedó pendiente un régimen tributario verdaderamente progresivo y de solidaridad, una institucionalidad fuerte para la protección de los recursos naturales y del reconocimiento efectivo del derecho al agua, a la democratización de la propiedad de la tierra y de los derechos básicos universales”. (González, 2012)
Por supuesto que todos estos temas no están en la agenda de La Habana, pero en cambio si deben estar en la agenda de la sociedad para la construcción de la paz.
En La Habana no termina la construcción de paz y democracia y mayor será el aporte si hay coincidencias sobre los procedimientos a seguir para que la sociedad entera complete la tarea de hacer realidad en Colombia la democracia representativa y la de participación.
El Acto Legislativo que ha sido conocido como “marco constitucional para la paz” le da rango constitucional a la aplicación de instrumentos de justicia transicional para facilitar la terminación del conflicto armado y el logro de la paz estable y duradera”. Además de darle a la búsqueda de la paz el estatus de “finalidad prevalente” y de partir de los derechos de la sociedad y de las víctimas a la no repetición, la seguridad, verdad, justicia y reparación, esa reforma le da base a leyes estatutarias para:
autorizar que, en el marco de un acuerdo de paz, se dé un tratamiento diferenciado para los distintos grupos armados al margen de la ley que hayan sido parte en el conflicto armado interno y también para los agentes del Estado, en relación con su participación en el mismo
autorizar instrumentos de justicia transicional de carácter judicial o extra-judicial que permitan garantizar los deberes estatales de investigación y sanción.
Se establece que en cualquier caso se aplicarán mecanismos de carácter extra-judicial para el esclarecimiento de la verdad y la reparación de las víctimas. Una Ley deberá crear una Comisión de la Verdad y definir su objeto, composición, atribuciones y funciones. Además se abre paso a la posibilidad de priorización para el ejercicio de la acción penal y a que el Congreso de la República, por iniciativa del Gobierno Nacional, pueda “mediante ley estatutaria determinar criterios de selección que permitan centrar los esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables de todos los delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad, genocidio, o crímenes de guerra cometidos de manera sistemática; establecer los casos, requisitos y condiciones en los que procedería la suspensión de la ejecución de la pena; establecer los casos en los que proceda la aplicación de sanciones extra-judiciales, de penas alternativas, o de modalidades especiales de ejecución y cumplimiento de la pena; y autorizar la renuncia condicionada a la persecución judicial penal de todos los casos no seleccionados”.12
El supuesto de beneficios penales para miembros de grupos armados es la desmovilización como parte de un acuerdo de paz o por decisión individual.
Y en lo relativo a la participación en política se aprobó que “Una Ley estatutaria regulará cuáles serán los delitos considerados conexos al delito político para efectos de la posibilidad de participar en política. No podrán ser considerados conexos al delito político los delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad y genocidio cometidos de manera sistemática, y en consecuencia no podrán participar en política ni ser elegidos quienes hayan sido condenados y seleccionados por estos delitos”.
Para todos los desarrollos legales de este nuevo articulo de la Constitución Política de Colombia, se demandan leyes estatutarias y por lo mismo votación con mayorías más exigentes que las requeridas por las leyes ordinarias.
Algunas organizaciones defensoras de derechos humanos han criticado este articulo por considerar que es un “marco de impunidad” y desde el otro extremo se ha buscado impedir que sirva de base para amnistía, indultos, o flexibilidad penal aplicada a exguerrilleros. Pero en el debate nacional han primado las posturas partidarias de un tratamiento de excepción a quienes han sido participes en el conflicto armado y han estado implicados en acciones violentas, infracciones de las normas del DIH y violaciones a los derechos humanos. Ese derecho, que le da prioridad a la terminación de los conflictos armados y a la consecución de la paz, es el que se pretende incluir en la llamada justicia transicional.
Pero aún con la lectura más amplia o flexible, el marco constitucional y legal de justicia para la paz mantiene sin respuesta temas que son cruciales y que deberán abordarse en caso de un pacto de paz:
¿Cuál debe ser el ámbito de aplicación de esas normas transicionales? Por lo pronto se dirigen a los grupos armados ilegales del conflicto interno “y también a los agentes del Estado” que es una categoría más amplia que “agentes de la fuerza pública” o de corte militar. Eso significa que eventualmente la justicia transicional puede cobijar a mandatarios, miembros de cuerpos colegiados, fuerzas militares y de policía e integrantes de otras instituciones del Estado. En ese conglomerado caben los parapolíticos y colaboradores desde cargos públicos con paramilitares o narcoparamilitares.
Desde la lógica transicional e interpretaciones del principio de oportunidad, la flexibilidad penal se considera aplicable a los aliados civiles de las acciones violentas, tanto de quienes han sido activos promotores o colaboradores como a los cómplices individualmente considerados o cuando han actuado desde asociaciones, grupos, gremios, empresas. Sobre la intervención de civiles en la violencia sistemática y el conflicto armado hay muchas evidencias. Son decenas de miles los implicados en delitos de lesa humanidad y entre ellos se puede seleccionar y priorizar a los de mayor responsabilidad en el apoyo a grupos armados ilegales o a acciones ilegales de agentes del Estado comprometidos en el conflicto interno. En las declaraciones y versiones libres de los paramilitares desmovilizados, no obstante el filtro que mantienen, se encuentra una amplia relación no solo de aliados estatales y políticos sino de colaboradores y cómplices desde sectores privados.
¿Los responsables por desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, ejecuciones por fuera de combate, secuestros o desplazamiento forzado, en el marco de un proceso de paz pueden ser objeto de amnistía “condicionada” o de indulto? ¿Bajo que circunstancias es posible la extinción de la acción penal, suspensión de la ejecución de la pena ante este tipo de delitos?
En la reforma constitucional de justicia transicional se recupera la categoría del delito político y la existencia de delitos conexos. La excepción que se invoca para negar conexidad y la posibilidad de intervención en política son los crímenes de lesa humanidad, de guerra y los genocidios, lo que remite a definición dada por el Estatuto de Roma que creo la Corte Penal Internacional. De entrada no se excluye de la conexidad ninguna actividad relacionada con el narcotráfico.
En lo relativo a genocidio las acciones sistemáticas de destrucción han sido consideradas en Colombia en relación a grupos étnicos y se ha reclamado esta calificación para el proceso de aniquilamiento del gaitanismo en los años cuarenta y cincuenta, o contra la la Unión Patriótica en las últimas décadas del Siglo XX. La Corte Interamericana ha fallado en casos individuales responsabilizando al Estado, pero aún no se ha pronunciado sobre el aniquilamiento colectivo.
La lista de crímenes de lesa humanidad que define el Estatuto de Roma incluye algunos que han sido recurrentes “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”, en los últimos cincuenta años de violencia sistemática y conflictos armados internos: a) Asesinato; b) Exterminio; d) Deportación o traslado forzoso de población; e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; f) Tortura; g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; h) Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte; i) Desaparición forzada de personas; k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. (Ver
http://untreaty.un.org/cod/icc/statute/spanish/rome_statute(s).pdf )
La lista se completa con los crímenes de guerra que incluye:
Infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, a saber … actos contra personas o bienes protegidos por las disposiciones del Convenio de Ginebra pertinente.
Las violaciones graves del artículo 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, a saber, cualquiera de los … actos cometidos contra personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier otra causa.
Otras violaciones de las leyes y los usos aplicables en los conflictos armados que no sean de índole internacional, dentro del marco establecido de derecho internacional. ( Se incluyen 26 items referidos a la aplicación del principio de distinción y prohibiciones de ataques a la población civil).
Tal como lo ha establecido la Corte Constitucional, el Derecho Internacional Humanitario y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, exige la investigación penal y aplicación estricta de sanciones en todos estos casos de genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad. En este punto la reforma constitucional para el Marco Legal, se ciñe a las normas aplicables, pero al hacerlo deja el interrogante sobre las posibilidades de acuerdo entre el gobierno y la guerrilla cuando casi toda la cúpula de las FARC y del ELN tiene hoy condenas a prisión hasta de 40 años y los que no están en esa situación están acusados por secuestro y otros actos atroces punibles. Más de 3000 militares y policías están investigados por apoyo a acciones atroces de los paramilitares o por “falsos positivos” (desaparición forzada y homicidio de persona protegida) y en las declaraciones de los exparas se han entregado informes que llevan a abrir procesos contra oficiales que tuvieron mando en casi todos los territorios en los cuales operaron y practicaron un alto porcentaje de acciones atroces de la lista de crímenes de guerra o de lesa humanidad. La lista de parapolíticos y de empresarios nacionales e internacionales publicada en investigaciones de centros académicos incluye a centenares y aún está por completarse.
Dada la dimensión de la atrocidad y del alcance social y político de los apoyos y complicidades, el Marco de Justicia Transicional, ha autorizado que los desarrollo legales establezcan criterios de selección y de priorización de modo que la acción de la justicia opere en primer término en relación con los casos más graves y con los mayores responsables. Como los mayores responsables son precisamente los jefes guerrilleros y desde el otro lado, los mandos militares y los gobernantes bajo cuyas órdenes han actuado, la fórmula del nuevo articulo constitucional se muestra insuficiente para un pacto de paz. ¿Aceptará la guerrilla que al firmar sus jefes y mandos medios, sean puestos a orden de la Fiscalía y recluidos mientras se espera su proceso y luego se cumple la condena? ¿Aceptaran que además se mantenga la disposición actual constitucional que los inhabilita de por vida a intervenir en política y ocupar cargos públicos? ¿Aceptaran los gobernantes de estos cuarenta años de guerra y los jefes políticos que los han acompañado, que se les someta a un escrutinio de responsabilidades políticas y penales, desde un tribunal penal oficial o desde un tribunal extraoficial? (A la fecha hay procesos en curso contra Belisario Betancur, Ernesto Samper y Álvaro Uribe Vélez)13 ¿Aceptaran los aliados de las operaciones de guerra que han implicado más 2500 masacres, 150 mil homicidios, decenas de miles desaparecidos o de secuestrados, 4 millones de desplazados y más de 10 millones de hectáreas abandonadas forzadamente, que se les vincule a investigaciones por estos crímenes de lesa humanidad? ¿Aceptaran los militares que se pacten beneficios penales y formas disimuladas de amnistía o indulto para los guerrilleros mientras a miles de miembros de la fuerza pública se les aplica el rigor de la ley y de los estándares internacionales?
Los interrogantes pueden seguir y cubrir a grupos económicos, empresarios, terratenientes y otros que, ante el secuestro, la toma de rehenes, las extorsiones y otras amenazadas, consideraron necesario para su supervivencia y la de sus negocios, apoyar a los paramilitares o ser cómplices silenciosos para beneficiarse del avance de la guerra sucia. Desde organizaciones sociales también se ha apoyado al levantamiento insurgente y sus acciones bélicas, incluidos muchos casos de infracciones a las normas del DIH. Bajo el manto de justificación de la guerra, se volvió corriente la justificación de la inevitabilidad de los horrores en el conflicto armado; es frecuente la minimización de la responsabilidad de uno u otro para atribuirle al contrario la responsabilidad completa y alegar legitima defensa que solo lamenta daños colaterales contra la población civil.
En este terreno de la búsqueda de fórmulas de transición para desatar el nudo que parece oponer justicia a paz, la tendencia ha sido a trasladar a los escenarios de la justicia la confrontación y prueba de fuerzas que pretende expresar la correlación de fuerzas en el terreno jurídico.
De nuevo la política, como traducción de intereses en la guerra, domina sobre los marcos constitucionales y legales. Desde un extremo se demanda el sometimiento a la justicia de los grupos armados ilegales como único camino hacia la paz y en concordancia se le da prioridad a la solución militar y a pactar solo condiciones de desmovilización en el desenlace final de una derrota. Desde otro lado se propone solucionar la contradicción entre justicia y paz con la aprobación de una reforma constitucional que suspenda transitoriamente la vinculación de Colombia a la Corte Penal Internacional y se le de vía libre a amnistías, indultos y leyes de punto final.
La iniciativa de Marco Constitucional para la paz, fue sustentada en un primer momento por el Senador Roy Barrera, desde una perspectiva que buscaba darle base a leyes cercanas a la amnistía y al indulto aplicables a todos los actores involucrados en el conflicto armado y haciendo la diferenciación del caso. Se consideró incluso el retiro de Colombia de los tratados internacionales con el fin de ofrecer opciones de justicia transicional en las cuales se le diera toda la fuerza a la verdad, la reparación y la garantía de no repetición y se colocara en su mínima expresión la sanción penal y las inhabilidades para que los implicados en infracciones al DIH y a las normas del DIDHH pudieran intervenir en política.
Esa orientación inicial de la iniciativa constitucional de justicia transicional coincidió con las posiciones del Fiscal General de la Nación que se mostraron partidarias de encontrar caminos para “amnistías o indultos condicionados”. En ese debate no se llegó a considerar el tratamiento a lo relativo al narcotráfico y la extradición y tampoco a la reducción de los delitos no conexos con el de rebelión o con acciones en el marco del conflicto armado a los dispuesto en las normas anteriores a la ratificación por Colombia del Tratado de Roma.
En los acuerdos de 1990 con el M19 y de 1991 con el EPL, Quintín Lame y PRT, se llegó a una amnistía amplia excluyendo delitos establecidos en la Ley 77 de 1989 y el Decreto 213 de 1991: Homicidios cometidos fuera de combate, con sevicia, o colocando a la víctima en estado de indefensión; actos de ferocidad o barbarie. Se indicó además que no se aplicaría a quienes formaran parte de organizaciones terroristas. El Decreto 213 de 1991 agregó genocidio. La exclusión del secuestro de los posibles beneficios penales se incluyo en la Ley 104 de 1993 y en 1997 con la ley 418 se agregó el terrorismo en esa lista de no anmistiables ni indultables14.
La pregunta vigente es si es posible volver al marco jurídico de 1991 y qué se requiere para lograrlo. En segundo lugar, cómo se aplicaría en forma diferenciada esa justicia transicional o alternativa a agentes estatales y colaboradores o cómplices civiles.
Quienes están en contra de las negociaciones en La Habana ni siquiera se plantean la pregunta pues siguen en su línea de sometimiento a la justicia para los guerrilleros e impunidad de hecho para los políticos, gobernantes y otros implicados en cincuenta años de violencia política sistemática. Por otras razones, desde organizaciones de derechos humanos como HRW o la Comisión Colombiana de Juristas, se alega la imposibilidad de volver al marco de 1991 u otro similar y la necesidad de ajustar cualquier acuerdo a las exigencias de las nuevas doctrinas y normas de judicialización de infracciones al DIH y al DIDHH15. No se puede olvidar la posición de quienes reclaman tratamiento blando para los guerrilleros que entren en el pacto y justicia sancionatoria fuerte para los agentes estatales y sus aliados privados. Ni tampoco la iniciativa aprobada en el Congreso para ofrecer flexibilidad a los militares enjuiciados con la reforma constitucional que amplia el fuero militar más allá de los estándares internacionales y al tiempo oponerse a fórmulas de justicia transicional.
El asunto de fondo es encontrar las formulas de justicia transicional que permitan el pacto de terminación del conflicto armado, de cese definitivo de hostilidades y al mismo tiempo responder a los derechos de la sociedad a la verdad, a la no repetición, a la reparación integral y a transitar hacia la paz duradera. La tesis sustentada desde organizaciones promotoras de acuerdos de paz, es que no se pueden oponer a esos derechos y al fin superior de la paz, instrumentos de justicia penal que hagan imposible superar el conflicto armado. El enfoque ético y de principios comienza por afirmar la superioridad del derecho a la vida, al rechazo de la guerra y a una sociedad en paz. Desde esta perspectiva, los pretextos de justicia o de no impunidad para oponerse al pacto de paz y de terminación definitiva de hostilidades, no tienen fundamento constitucional y ante cualquier duda al respecto lo que corresponde es remover los obstáculos normativos, así pretendan apoyarse en tratados internacionales o requieran otros cambios constitucionales.
La controversia alrededor la responsabilidad por más cincuenta años de violencia política y conflictos armados internos es inevitable en el camino hacia la paz y la reconciliación. Es conocida la dificultad de llegar a una lectura común entre diversos sectores que han ocupado las posiciones dominantes de poder y el abanico de opositores y se están conociendo ya los antagonismos entre el Gobierno y las FARC en la interpretación de los hechos y de la realidad de más de cinco millones de victimas directas y veinte millones de victimas indirectas en esta larga historia de horror.
Estamos en medio de otra guerra, la guerra por la verdad. Y la cuestión es cómo evitar que se reproduzca y en cambio esta dimensión del conflicto se transforme en verdad para la paz.
Hay abundante material que ilustra la evolución de la guerra por la verdad, es decir la acción por todos los medios simbólicos, hablados y escritos, para imponer un mega relato unilateral e ideológico, desde un grupo de interés o una conjunción de ellos, sobre las causas, determinantes, responsabilidades, procesos, patrones y autores mediatos y materiales.
La realidad de la destrucción por diferentes formas de la violencia generalizada y sistemática y los efectos del conflicto armado interno, ha sido resumida en frías estadísticas que solo son un referente para la necesaria reconstrucción de la sociedad en el camino hacia la paz.
Desplazados (1985 – 2011): 5,3 millones de personas, 10 millones de hectáreas abandonadas forzadamente – Fuente: CODHES.
Predios abandonados por desplazamiento forzado (1995 – 2012): 380.000 predios, 9,5 millones de hectáreas. Fuente: Con base en datos de la Unidad de Tierras- MADR *
Masacres (1983 – 2011): 1.974 masacres, - base de datos del CNMH –
Desapariciones forzadas (1990 – 2012): 17.000– Fuente: Fiscalía General de la Nación
Muertes por violencia política y del conflicto armado (1964 – 2010)**: 120.000 personas (incluidos 60.000 asesinatos políticos y 17.000 desaparecidos forzados).
Secuestros (1996 – 2011): 12.529 . Fuente: Fonlibertad y País Libre.
Cifras citadas por http://www.verdadabierta.com/component/content/article/175-estadisticas/1856-estadisticas
* Ver libro Unidades Agrícolas Familiares, tenencia y abandono de tierras en Colombia, Unidad de Protección de Tierras y Patrimonio, Presidencia de la República, publicado por INDEPAZ (2010).
** Estimativos con base en Diego Otero, Las Cifras del conflicto, Indepaz, 2010.
A esas cifras hay que agregar las de familias y grupos sociales directamente relacionados con el impacto de la violencia y del conflicto armado (viudas, huérfanos, familiares cercanos), las de las comunidades destruidas en sus relaciones sociales y culturales, comunidades confinadas, regiones sometidas al terror y a dictaduras reales. Y con todo y que la suma llega a más del 50% de la población, especialmente en el campo, las estadísticas ocultan la verdad histórica.
¿Por qué este ciclo histórico que ha marcado a Colombia con la violencia política y las violencias económicas y sociales asociadas? En algunas respuestas académicas que se han intentado desde los años sesenta16, las claves se encuentran en la forma como se ha configurado el poder desde hace más de un siglo, en la lógica de reproducción de hegemonías y en el papel de la violencia en los modelos de acumulación de riqueza. Las oposiciones y resistencias o han sido aplastadas o han entrado en la respuesta endémica de la contraviolencia, aportando sus propios inventos a la espiral de las confrontaciones armadas. En está visión, las guerrillas han sido el resultado de decisiones políticas de respuesta armada a esa violencia de sistema y en la practica han ayudado a la reproducción de la trampa de las guerras. La violencia que fue constitutiva de la República en el siglo XIX, por muchas décadas no dejó de ser parte de la disputa por el control de las instituciones del Estado ni del ejercicio arbitrario del poder. Según esa línea de interpretación la violencia y las instituciones controladas por maquinarias partidistas, se pusieron al servicio de la apropiación de territorios, riquezas naturales y rentas públicas. El monopolio bipartidista por casi dos siglos, en realidad afirmó el monopolio de elites económicas y gamonales regionales que respondió con la fuerza a las oposiciones a ese régimen o a las resistencias desde lo local o regional. La subsunción del conflicto interno recurrente en los juegos de poder mundial, con un papel central de la injerencia de los Estados Unidos, le dio mayor dimensión a los conflictos alimentándolos como parte de la llamada “guerra fría” hasta los años ochenta, de la “guerra de las drogas” desde finales del siglo pasado, o la “guerra mundial antiterrorista” al inicio del nuevo siglo. La precariedad del Estado de Derecho, atrapado en recurrentes regímenes de excepción, se prolongó hasta el final del siglo XX y el ensayo de un Estado Social de Derecho proclamado en la Asamblea Constituyente de 1991 no ha podido realizarse aún por la contra reforma y las décadas de violencia extrema que siguieron.
Esa línea de interpretación, minoritaria por supuesto, aquí medio esbozada como una invitación al análisis global, es solo una entre muchas que intentan sobreponerse al relato dominante que pretende mostrar la historia de una sociedad sana y democrática que es atacada por agentes externos que traen la violencia; se muestran unas clases y grupos dirigentes casi angelicales desde el Frente Nacional y unas guerrillas patógenas en versiones oficiales. En respuesta, desde los discursos que justifican la lucha armada prolongada por el poder o la negociación, se ensaya el relato de vicisitudes que han obligado a las guerrillas a existir por condiciones objetivas que las determinan como un destino y les permiten todos sus medios.
El antagonismo de la evaluación de responsabilidad histórica por más de cincuenta años de crímenes atroces es difícil de resolver y mucho más en medio de operaciones de guerra y del conflicto armado. En las estadísticas se acostumbra hablar de presuntos responsables refiriéndose a la acción inmediata que produce el daño y se asocia a una infracción a las normas del DIH, crímenes atroces ( de guerra o lesa humanidad) o a graves violaciones a los derechos humanos. El CINEP dirigido por los jesuitas, la entidad de mayor tradición en el seguimiento de este tipo de infracciones, muestra la responsabilidad de los actores armados, pero no se mete en la de los desarmados que muchas veces han sido los determinantes de la violencia política. Es evidente en ese cuadro del conflicto armado, que en el periodo 1990 – 2012, en primer término aparecen los paramilitares y en segundo lugar las FARC y la fuerza pública. La interrelación entre paramilitares y agentes del Estado es ilustrada en las versiones libres de exparas ante la Fiscalía, en numerosas crónicas periodísticas, libros testimoniales y hasta en los documentos de la Comisión de Justicia y Paz y el informe Colombia Nunca Más17. Esas evidencias dan sustento a las tesis que responsabilizan en primer lugar a los agentes del Estado por crímenes de sistema, pero sin dejar de ponderar la responsabilidad de la guerrilla a la cual se le atribuye, entre otros, la autoría de más del 75% de los secuestros, 15% de las masacres, 18% de los homicidios de personas protegidas y el 30% de las acciones que han llevado a desplazamiento forzado.
Frente a esos juicos de responsabilidad de carácter extrajudicial, promovidos por sectores no gubernamentales, se ha dado ya una amplio debate y desde algunas orillas se los descalifica anotando que son argucias a favor de los terroristas o en especial de las FARC. Desde el gobierno y el Congreso se ha propagado la “verdad oficial” que atribuye este panorama de violencia a una minoría ilegal armada que ataca a la sociedad; con esa “verdad”, la Ley 975 de 2005 ordenó a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, hacer un informe sobre las “causas, desarrollo y consecuencias de la acción de los grupos armados al margen de la ley”. (Artículo 56). En la Ley 1448 de 2011 se intenta cambiar de marco de interpretación y en el parágrafo del artículo 143, que define el deber de memoria del Estado, se establece que “en ningún caso las instituciones del Estado podrán impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial que niegue, vulnere o restrinja los principios constitucionales de pluralidad, participación y solidaridad y los derechos de libertad de expresión y pensamiento”.
Es difícil suponer un acuerdo en la academia o entre expresiones políticas opuestas, sobre “las causas, desarrollo y consecuencias” del conflicto armado y la violencia política en Colombia, pero hay consenso sobre la necesidad de avanzar en ese camino de la memoria y la verdad históricas como un pilar para responder a las víctimas, a la construcción de paz y reconciliación en las próximas décadas. Y por las mismas razones que llevan a sustentar esa dificultad, se puede sospechar que es impropio pedir que en la mesa de La Habana lleguen a una coincidencia de fondo sobre las responsabilidades del conflicto y de sus horrores. A lo sumo se podría llegar a formulaciones generales sobre multicausalidad y concurrencia de muchos actores y fuerzas políticas, sociales y económicas en esa larga historia de violencia por el poder y por distribución de la riqueza. Es probable que existan coincidencias sobre la obligación de reconocer los derechos de las víctimas y de la sociedad a la verdad y a la reparación integral y desde ese terreno común se pueden prefigurar los objetivos, composición y medios de comisiones de la verdad sobre acciones sistemáticas calificadas como atroces, acontecimientos sobresalientes del conflicto armado y episodios de gran impacto contra la población civil.
Es un buen síntoma que desde las primeras semanas de los diálogos en La Habana, se hayan comenzado a barajar escenarios de salida para la refrendación de los acuerdos de terminación definitiva del conflicto y construcción de la paz duradera. Iván Márquez ha anunciado en varias ocasiones la propuesta de darle fuerza constitucional a los pactos en una Asamblea Nacional Constituyente y en términos más generales ha dicho que “una “Asamblea Nacional Constituyente es importante para que la patria se actualice en sus instituciones políticas”. A esa propuesta el propio Presidente de la República ha replicado descartando la posibilidad de la Asamblea pero presentado al debate la opción de un Referendo.
Cualquiera de los caminos que se escoja para refrendar los acuerdos que eventualmente se logren, lleva necesariamente al Congreso de la República:
La Constitución Política de Colombia establece que “Mediante ley aprobada por la mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso podrá disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca a una Asamblea Constituyente con la competencia, el periodo y la composición que la misma ley determine” (Artículo 376 CPC).
En cuanto al Referendo constitucional, dice la Carta Política que “Por iniciativa del gobierno o de los ciudadanos en las condiciones del artículo 155, el Congreso, mediante ley que requiere la aprobación de la mayoría de los miembros de ambas Cámaras, podrá someter a referendo un proyecto de reforma constitucional que el mismo congreso incorpore en la ley. …” (artículo 378).
Esto significa entre otras cosas que la refrendación de los acuerdos es viable si simultáneamente con las conversaciones de La Habana se construye un pacto político que comprometa a la mayoría de los partidos políticos con representación en las Cámaras, a tramitar las leyes que van a institucionalizar el Pacto Final y las transformaciones que en él se consignen.
La necesidad del PACTO POLÍTICO NACIONAL PARA LA PAZ también resulta evidente al constatar los compromisos de corto, mediano y largo plazo que el gobierno deberá asumir y que por lo tanto obligaran a los Presidentes de la República y a sus coaliciones de gobierno al menos en la próxima década e incluso hasta el 2030, si se toma en serio aquello de la construcción de paz estable y duradera y reparación integral a las víctimas y a la sociedad.
En esos términos, entre más amplio sea el abanico de fuerzas sociales y políticas que respalden ese Pacto Político Nacional para la Paz, mayor será la probabilidad de que se logre llegar al final en los acuerdos definidos en la agenda que se discute en La Habana y mayores las posibilidades de lo que se ha llamado la Fase III, en la cual se ejecutaran los acuerdos y se abrirán mayores caminos a ese futuro de construcción de paz que se define en el preámbulo como marco de principios y propósitos de los acuerdos:
“La construcción de la paz es un asunto de la sociedad en su conjunto que requiere de la participación de todos, sin distinción; El respeto de los derechos humanos en todos los confines del territorio nacional es un fin del Estado que debe promoverse; El desarrollo económico con justicia social y en armonía con el medio ambiente, es garantía de paz y progreso.
El desarrollo social con equidad y bienestar, incluyendo las grandes mayorías, permite crecer como país; Una Colombia en paz jugará un papel activo y soberano en la paz y el desarrollo regional y mundial; Es importante ampliar la democracia como condición para lograr bases sólidas de la paz” (Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, La Habana 26 de agosto de 2012).
Entre los obstáculos a superar para que se logre el Acuerdo de terminación del conflicto armado y el Pacto Nacional de Paz, el mayor es la actual oposición del uribismo, de la ultra derecha conservadora y de sectores económicos ligados a la gran propiedad de la tierra y a negocios sometidos a la inseguridad en las zonas críticas del conflicto. La plataforma del llamado Puro Centro Democrático incluye la oposición a pactos con las guerrillas a las cuales califican de terroristas sin posibilidad de ningún reconocimiento político y menos como interlocutores para definir reformas económicas o institucionales.
No obstante la radicalidad de la oposición, en el pasado Alvaro Uribe y voceros de esta expresión de la derecha política, han considerado condiciones de dialogo bajo la exigencia de cese unilateral de hostilidades y el expresidente incluso ha llegado a hablar de Constituyente si se dieran muestras efectivas de abandono del terrorismo y del narcotráfico. Hilando delgado para tejer un escenario favorable, es posible imaginar que en situación de cese de hostilidades, se pueden discutir las condiciones de ese Pacto Político Nacional con la oposición uribista y ultraconservadora.
Voceros de varios partidos y en especial de quienes se sienten artífices y herederos de la Constitución del 91, ven con recelo la búsqueda de un acuerdo con el uribismo y menos si se baraja la hipótesis de convocatoria a una Asamblea Constituyente. Hacen cálculos sobre la conformación del Senado en las elecciones de marzo de 2014 y el fortalecimiento de la representación del Puro Centro encabezado por Álvaro Uribe. Y de allí sacan la conclusión de que para los acuerdos de paz y lo que sigue en su aplicación, verificación y construcción de democracia y paz, no hay mejor camino que dejarle al Congreso de la República toda la tarea de hacer las reformas y al gobierno la de ejecutar los compromisos.
Los tiempos políticos son implacables y señalan que la campaña para las elecciones de Congreso y Presidente de la República marca todo el periodo durante el cual avanzan las conversaciones en La Habana. La amplitud del pacto político por la paz, sea tácito o formalmente proclamado, también esta relacionado con los cálculos electorales de modo que el que se configura antes de las elecciones se reconfigurará después de ellas.
Ese acuerdo gobierno – FARC y el necesario pacto político pueden ser también un puente para que se lleven a cabo conversaciones y acuerdos con el ELN y de esa manera proyectar un fin integral del conflicto armado.
Los laberintos hacia la paz tienen obstáculos y recorridos impredecibles. Los avances en la agenda pactada son el primer símbolo de la existencia de salidas y por ello quienes le apostamos al éxito del Acuerdo General, encontramos pertinente que antes de terminar el 2013, se llegue a compromisos que le muestren a Colombia y al mundo que se ha pasado la línea de no retorno.
2 Presentado en una versión preliminar como material de trabajo en los Diplomados sobre la agenda de paz en Popayán (Universidad del Cauca, Espacio Regional de Paz) y en Bogotá (Iniciativas de Paz, Pastoral Social, IPAZUD, Centro de Memoria, Paz y Reconciliación). Primer semestre de 2013.
3 http://www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2012/09/Acuerdo-general-para-la-terminación-del-conflicto-y-la-construcción-de-una-paz-estable-y-duradera1.pdf
4 http://pazfarc-ep.blogspot.com/2013/02/FARC-EP-diez-propuestas-minimas-dialogos.html - 9 de febrero de 2012
5 Presentado por Miriam Villegas, Gerente del INCODER, en el Foro sobre desarrollo rural, Lima septiembre de 2012.
6 PNUD, 2011. Colombia rural: Razones para la esperanza. Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011.
7 http://www.setianworks.net/indepazHome/attachments/716_Proyecto%20LEY%20DE%20TIERRAS%20y%20Desarrollo%20Rural.2012.pdf ver www.indepaz.org.co
8 Ocho propuestas mínimas para el ordenamiento social y ambiental, democrático y participativo del territorio, del derecho al agua y de los usos de la tierra. http://pazfarc-ep.blogspot.com/2013/02/completo-ocho-propuestas-minimas-desarrollo-rural-farc-paz.html
Gaviria Uribe et al (2011), Políticas antidroga en Colombia: éxitos, fracasos y extravíos. Universidad de los Andes, Bogotá, abril de 2011.
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11 Camilo González Posso et al,(2012) Bogotá Ciudad Memoria, CMPR – ACVPR – Alcaldía de Bogotá D.C.
12 http://www.esici.edu.co/index.php?idcategoria=332344 ; http://es.wikipedia.org/wiki/Marco_jur%C3%ADdico_para_la_paz_(Colombia) ; http://www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2012/06/DE-CUADRO-DE-PAZ-A-ZARANDA.pdf
13 http://derechopenalcolombia.blogspot.com/2012/01/sentencia-del-tribunal-superior-de.html (Betancur a la Corte Penal Internacional); http://www.elespectador.com/noticias/judicial/articulo-402333-designan-fiscal-coordine-investigacion-asesinato-de-alvaro-gomez (Caso Samper);
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