En el marco de este encuentro internacional que se celebra en honor de la literatura argentina, latinoamericana e hispanoamericana, quiero agradecer la invitación que me hizo extensiva la doctora Gabriela Tineo a este espacio, en la Universidad Nacional de Mar del Plata, el V Congreso CELEHIS, con el ánimo de presentar el sustrato filosófico o la razón de ser del taller de literatura Macario, cuya repercusión se materializa en un libro que pretende, este sí, al decir de Paul Celan, “llegar hasta donde nadie ha llegado”, esa isla desconocida, ese sitio que no existe y que estamos buscando. Espero que estas sueltas disgresiones muestren un esbozo panorámico del territorio imaginario al que le apuntamos:
La tragedia de Latinoamérica, dicen algunos, es la expropiación paulatina de los territorios supuestamente soberanos; el despojo sistemático de los nativos; el exilio de quienes piensan; la desaparición forzada de quienes proponen; la extranjería interna a razón de la afrenta ineluctable del ambiente de peligro; la paranoia de cómo afrontar el siguiente día, cuando asecha, tras el árbol fraternal, un dinosaurio depredador, como el del cuento de Augusto Monterroso, un monstruo de siete cabezas, como el del Apocalipsis, la deuda gota a gota, le dicen aquí, que es esa forma de enfrentar el desangramiento dosificado con un impetuoso encanto. La verdadera tragedia, dicen otros, es la comedia con la que se cosechan risas cuando se cultivan cuerpos. En mi opinión personal, no hay legado más nefasto a través de los lustros, los siglos, los milenios, que el del hambre. El hambre, signo aciago de las tierras estériles, los esfuerzos inútiles, los ánimos abúlicos, el despropósito y la desolación de no tener qué echarle a la boca. El hambre, apetencia ansiosa que impide la concentración, el pensamiento abstracto y que, en muchas ocasiones lleva al delirio y, en, algunas, ya exacerbadas, a la misma muerte.
Hemos visto en las noticias cómo los famélicos niños de la África más desértica beben la orina de los camellos y luego delimitan una cancha de fútbol con la leche en polvo que envía la ONU para alimentarlos; las imágenes de los cuervos persiguiendo a los desvencijados hambrientos; las crónicas de quienes pagan condenas absurdas por robar una libra de arroz. Hemos sido espectadores, a cualquier edad, de quien mendiga un pan, porque lleva blanqueado, ninguneado, pasado por la galleta, absorbido, abocado a los límites de la inanición y tiran en sus narices el pan añejo a la basura. Las humillaciones más mezquinas, las ofensas más crueles, el abuso de poder: quizás todo ello aparece, cuando está de por medio el hambre.
El sentido común, la filosofía popular, abunda en alusiones:
“Usted lo que tiene es hambre”, se le dice a quien pide más que deme. “El que muestra el hambre no come”, que es una recomendación casi para conseguir cualquier cosa. “No hay mayor ingenio que el hambre”, decía mi abuela. “Indio con hambre no trabaja”, decimos los necesitados. “Indio comido, mucho menos”, dicen quienes se aprovechan de la necesidad. A la lista del amor y la guerra deberíamos agregar el hambre como un movilizador de las acciones más humanas en el mundo: tanto las bondadosas como las más siniestras. “Estoy que lo doy por un calado”, decía una prima cuando se demoraba el desayuno. “A cuántos tengo que matar por un almuerzo decente”, dice un amigo a la hora del té. A estas alturas, me pregunto si no estoy provocando un efecto nefasto al recordar lo molesto que resulta tener “las tripas pegadas al espinazo”, y en esa misma línea pido al desocupado lector, al distraído espectador, al retraído intérprete que “haga de tripas corazón”, porque podemos aprender muchas cosas sobre el hambre. Y de paso, podemos distraerla.
García Márquez, en Los 12 cuentos peregrinos encontró una fórmula maravillosa para atrapar al lector de un prólogo: le dice que sacará el asunto de un solo tirón, pues está esperando el plato fuerte y tiene que apurar la pluma antes de que el hambre lo desplome. Lo hace, porque, en el fondo así es más digerible la lectura: los jugos gástricos hacen lo suyo, la avidez, la voracidad al servicio de la ilusión. No sabemos cuántas veces mientras escribía nuestro único nobel en realidad almorzó, teniendo en cuenta que al poner en la balanza la realidad todo se inclina de su lado, pero lo que importa, para el caso, es la forma mágica en que la lectura de un libro bien escrito traza alternativas para empezar a leer con el estómago. Cortázar le dedicaba sus novelas más lúdicas al lector “rumiante”, aquel que tiene cuatro estómagos, al que no le gusta tragar entero. Esta sería, entonces, una apología a la lectura de hiena, aquella que excreta polvo.
En alguna ocasión le recomendé a un compañero no leer El coronel no tiene quien le escriba con hambre, porque la sensación podía exasperar la fascinación literaria. Si la fórmula resultara cierta, discutimos luego, tendríamos que llevarla al extremo irrisorio de un porcentaje multitudinario de vetas para el hambriento. Estaría allí el viejo personaje de Ernest Hemingway que pasa el día ochenta sin pescar en el ancho mar, delirando con un pedazo de carne y una cerveza. Estaría el artista kafkiano que hace todo un espectáculo de su capacidad para soportar esta “debilidad del cuerpo”. La lista es larga: el cuento de Jack London en que un veterano boxeador ansía la energía de un bistec en la última tentativa de un yat antes de ser noqueado por un amateur, el criminal de Dostoievski que guarda medrugos de pan rancio bajo la almohada, incluso el santo apóstol que reposa esperanzado en el interior del estómago de una ballena, soñando con la placidez de una tortilla de heno. Albert Cohen cuenta una perversa historia en que un grupo de esquimales al descubrir que a un compañero se le ha congelado la pierna, deciden repartir su carne para la cena de los días siguientes. Al acabarse el total de la pierna izquierda hasta arriba de la rodilla le descubren, mientras duerme, la pierna derecha, que, luego de su postración calculaban también congelada. Lo que observan es que su compañero durmiente ya se ha comido toda su otra pierna antes de tener que compartirles un sólo trozo.
Robert Luis Stevenson, en su Elogio al ocio redacta literalmente: “qué sería del banquete opulento sin la presencia de quien no tenía qué comer y asistió para brindar su amena conversación”. Acaso el ocio del artista le signe con el hambre de tal forma que siempre le haga reflexionar sobre el objetivo real de la creación, esa ilusoria, evanescente, volátil belleza, esa abstracta e intangible libertad en relación con el sonido ululante de las vísceras. Uno de los más famosos cuentos de Azul de Rubén Darío, El rey burgués, refleja esta sensación amarga de las historias dulces en la acidez del hambre: el poeta cambia un plato de comida por dar vuelta a la manivela de un mecánico ruiseñor que canta mientras los caballeros invitados asisten a la cena. Quino dibuja a Susanita con la siguiente proclama “¡Acabaré con la pobreza!” Mafalda, que desconfía de este espíritu solidario en Susanita le pregunta cómo, a lo cual responde: “Haremos un festín con todo tipo de manjares, caviar, vinos de catadura y así recolectamos fondos para comprarle a los pobres esa bosta que ellos comen: lentejas, fríjoles, papas”.
La alternativa que puede brindar esta inmensa tradición literaria a la que podríamos denominar de “hambre” o de “combate” o de “lectura estomacal”, si es que alguna alternativa brinda, no puede ser la de saltar la página, atendiendo al resbaloso argumento de que en medio de la pobreza el esfuerzo lector resultaría insufrible, sino la de exhortar al encuentro con ese abismo que surge de sí, con esa boca de volcán, ese filo que se hunde, esa llaga tormentosa, esa bilis, esa agriedad, hacer nacer de esta hambre de generaciones y pretéritas genealogías hambreadas, dejar brotar, mejor dicho, el duende del que hablaba Federico García Lorca, que se trepa desde la tierra hasta nuestro estómago para salir a conquistar el cosmos con el poder de la palabra.
Esta vez, como podrán advertir, no hablo con el cerebro, ni con el corazón, no hablo con los ojos o los oídos, mucho menos con la dubitativa nariz. Surge en esta ocasión una voz de mi colectivo vientre desposeído cuya cerrilidad del ayuno se hace piedra en cada frase.
“La palabra pan no reemplaza a la realidad del pan”, dice uno de los filósofos del textualismo más débil, el pragmático Austin, “pero con la palabra se puede generar un acuerdo para conseguirlo”. En nuestros tiempos hiper-comunicados y sobresaturados de información, esto no se puede tratar de un divertimento sino de una paliación. La ciencia, la tecnología y las disciplinas artísticas, puestas al servicio del salvaje comercio sustentador de una política venal, en lugar de atenuar el flagelo, le acentúan. Nuestro país asiste hoy a la sordidez burocrática que incinera miles de arrobas del mejor pan coger para matarnos de hambre con leyes y otros atorrantes registros idiomáticos. Si fuese posible hacer cosas con las palabras, sería hermoso lograr darle de comer a quienes lo ansían con la realidad del alimento, en lugar de condenarle mediante la hermenéutica del derecho. No con eufemismos y engañosas panaceas, llamando, como dice Orwell, “educación a la ignorancia, libertad a la guerra y orden a la imaginación". El vivo ejemplo es que el lenguaje sirve a las fábricas ideológicas para desarrollar alimentos transgénicos, tóxicos y de control natal, llamándole brigadas de soberanía alimentaria y llamándole emprendimiento a estas abyectas intenciones.
Si pudiéramos transformar las balas en pan y vino y no en huérfanos y viudas. Si pudiéramos dar confianza a la palabra como a los billetes y a los sueños como a los contratos. Si podemos pedir para que nada nos sea negado. Si trazamos, palabra a palabra, caminos hacia la inexistente verdad, tejiendo menos que ilusiones eso que compartimos en forma de historias y músicas y silencio. La literatura, humilde artesanía provocadora, no sugiere más que estas torpes tentativas, estos incendiarios coqueteos, nada puede, nada aspira. Como una araña cuando sube por la escoba que la barre, según la metáfora de Juan Manuel Roca. O como insiste Raymond Carver: “no espera nada, pero no desespera”.
“Podemos perdonar que alguien haga algo útil siempre y cuando no se jacte de ello”, dice Oscar Wilde “pero no a quien haga algo inútil sin que le admire profundamente”. Parece que terminar un libro, en lugar de una empanada, a nadie le importa. Mucho menos cuando al parecer al libro le faltan vitaminas, fosfato y otros energéticos, pero ahora, cuando empezamos a manifestar que existe una nueva arma de la palabra para conquistar el hambre, la frustración y las limitaciones de esta acendrada y liza realidad prejuiciosa y deletérea, parece que nosotros, quienes aún vivimos cada esfuerzo lingüístico al calor de la guerra y además de sobrevivir nos proyectamos y hacemos retrospecciones, podemos decir que cada uno de nosotros es un Macario, un médico que (según la propuesta fílmica de Ignacio López Tarso) descubrió su arte, cuando no pudo escapar con la comida de su familia para saciarse en un escondite.
Un Macario que se come a los sapos y a los delfines blancos, a los ladrones de cuello blanco y a las flores del obelisco que esconden la miseria de una agónica ciudad, con artefactos de implosión de ira como el sórdido niño que Rulfo hace personaje. Un Macario de insaciable hambre que eructa náyades y nereidas de formas tipográficas. Un Macario, en últimas, que como el samana de Hermann Hesse -o el artista de Kafka o el boxeador de London o el coronel de Márquez- da un paso atrás en el círculo del Samsara, en las vueltas de este mundo vano y maldito, para sanar no con manos o con pociones mágicas, ni siquiera con palabras, sólo con un gesto. Así de grande es nuestra empresa. Y así de humilde.
Una última historia para concluir. Cuando era muy niño mi abuelo me contaba que las momias, las calaveras, los demonios y los fantasmas sólo asustaban cuando eran analfabetas. Alguna vez escuché que una presencia se comía los huevos y los panes en la cocina mientras los demás dormían en sus habitaciones. Siempre inculpaban a algún hambriento Macario. Recordé el consejo de mi abuelo, y en la cocina deposité un libro. Dejé de despertarme en medio de la noche. Alfabetización, escritura, biblioteca, lectura, creación, esas palabras por sí solas disuelven mi cansancio, mi dolor, mi sufrimiento. Mi hambre. Con todos mis demonios, en esta especie de taller, paliamos la angustia infinita de la vida con entregar esta especie de alimento, esta especie de fortaleza, adalid de la memoria, espejo del tiempo, que damos en llamar literatura.
ESTO ES LO QUE TRAE EL LIBRO
Macario: el poder de la palabra, por Carlos Marín [editor]
Nuestro pan de cada día, por Francisco González. ¡Leálo acá!
Augusto Tristón, por Lujurio Tantra. ¡Leálo acá!
Quihica, el cuadro roto, por Zamoan. ¡Leálo acá!
Superhéroes de ficción, por Claxeau Cohen.
50+19, por Alexander Blatto.
¡Qué vida blues!, por Julia Ceria.
Soy pintor astrofísico. Me regala una moneda, por favor, por Wilver Prieto Navarrete.
El gato de Klimt, por Ibraim Vernett.
Ciberpunk, por Iván Borda. ¡Leálo acá!
Nora, por Luís María Ortíz.
El complejo de Zuckerman, por Roman Carnosky.
¿Quiere leer lo demás? No deje de asistir al lanzamiento del libro para poder tener todos estos textos al alcande de su mano.