Sin obstar el cambio en el balance militar, sigue siendo necesario buscar la salida negociada del conflicto colombiano.
A lo largo de los últimos cuatro años, el conflicto interno colombiano ha experimentado una transformación profunda. La idea de un empate militar entre las Fuerzas Armadas y la insurgencia perdió asidero objetivo. El balance estratégico pasó a favorecer a las primeras. Ese cambio sentó su primer hito en el desalojo de las Farc de Cundinamarca entre 2003 y 2004. La opinión en Colombia y fuera de ella está aún bajo la impresión de la Operación Jaque. El aislamiento político nacional de la guerrilla y la reducción de sus apoyos internacionales son notables. ¿Ha entrado, entonces, el país en la era del posconflicto? La respuesta es no. Las Farc han sido seriamente debilitadas pero no están derrotadas, el ELN se mantiene en armas y sus conversaciones con el Gobierno están rotas.
El enfoque que hoy parece predominar en el Gobierno y en el seno de las Fuerzas Armadas, así como en la mayoría de la opinión pública, podría sintetizarse en la siguiente idea: mediante sucesivos e importantes golpes, las Fuerzas Armadas han debilitado severamente a las Farc, y el ELN está neutralizado. Ante ese panorama, la única alternativa razonable para el Estado es la de concentrar recursos humanos, financieros y técnicos en la ofensiva definitiva contra la subversión, o si se acude al código oficial, contra la “amenaza terrorista“. Cualquier iniciativa que remita a la búsqueda del diálogo iría en contravía de un sentido común sólidamente establecido, y contribuiría a minar la moral de los mandos y tropas en una encrucijada decisiva de la guerra.
El modelo mental que expresa la secuencia anterior, o cualquier otra versión similar que pueda acuñarse, pierde de vista la clave del conflicto colombiano. Se trata de una modalidad de guerra irregular, cuya culminación no puede llevarse a cabo en una batalla con una fecha precisa, definitiva. La superación tendrá que asociarse con un final político, vale decir, con alguna variante concertada. Una y otra vez las diversas guerrillas colombianas, las que se fueron conformando desde los inicios del decenio de 1960, fueron puestas en trance de liquidación. Una y otra vez lograron recomponerse.
Se anotará que las circunstancias actuales son diferentes de esas coyunturas del pasado. ¡Por supuesto! Pero no es menos cierto que a su vez las formaciones insurgentes de hoy son diferentes de las de aquellos años. Por ejemplo, el acceso a recursos económicos cuantiosos marca una diferencia crucial, al tiempo que la versatilidad militar adquirida a partir de mediados de los años ochenta no se ha esfumado.
Los costos financieros de la guerra que se libra en Colombia son muy altos: el gasto militar ya representa un 6.3% del Producto Interno Bruto. Y aún en el caso de que al Estado le sea dable mantener su nivel, no podría ignorarse la incidencia de ese gasto colosal sobre los equilibrios macroeconómicos básicos. Existen otros costos, difícilmente cuantificables, de la guerra, pero profundamente negativos para el país. Históricamente se puede constatar una asociación inexorable entre la escalada del conflicto y su degradación: afectación masiva de la población civil (el número de desplazados bordea los 4 millones) violación de múltiple origen de los Derechos Humanos, distorsiones en la conducta de las Fuerzas Armadas como en el caso de los llamados “falsos positivos“, y alto nivel de impunidad, entre otros.
Además, el entorpecimiento de la marcha de las instituciones, así como la afectación cotidiana de la democracia en la convivencia de los ciudadanos y ciudadanas, han acompañado al conflicto interno en su prolongada duración. Más recientemente se ha tornado ostensible la militarización de la vida colectiva y su sometimiento a las exigencias reales y supuestas de la victoria militar. Hoy, más que en períodos anteriores, Colombia vive en medio de un ominoso ambiente de crispación. El afianzamiento en amplios sectores de la población de una mentalidad de odio y de revancha ha permitido la circulación como moneda legítima de un complejo ideológico de antivalores: el pragmatismo amoral, el fomento de la astucia del todo vale, y la metodología del fin justifica los medios. ¿Será inevitable aceptar que los anteriores elementos deban asumirse como componentes de una nueva cultura política de los colombianos y como prisma de observación de las realidades nacionales e internacionales?
Las Farc en reciente documento postulan la necesidad del intercambio humanitario. Tal pronunciamiento es positivo pero poco novedoso. Al tiempo, en otras declaraciones, se mantiene el tono belicoso y de confrontación. Iván Márquez hace poco reiteró todas las razones que, a juicio de las Farc han justificado la opción militar a lo largo de los años. Pareciera que los dirigentes farianos estuviesen aprisionados en una escena política inmóvil.
Si los actores de primera línea en el conflicto colombiano permanecen abroquelados en sus posiciones inamovibles, cualquiera podría preguntarse qué sentido tiene recabar sobre la necesidad de barajar cartas de acuerdo humanitario o de diálogo. Justamente es ante estos fenómenos de mente cerrada -como los llama el historiador y político Adam Schaft- ante los cuales es necesario plantear escenarios alternativos.
Quienes hablen hoy de intercambio humanitario y, más aún, de solución política, corren el riesgo de convertirse en objeto de señalamientos. Ese riesgo es sólo preocupante en la medida en que se constituya en obstáculo que impida una controversia fluida o que ésta se aborte antes de su iniciación. Habrá quienes, antes de admitir la posibilidad de la discusión, quieran convocar a las furias que viven y se agitan en el síndrome del Caguán. Y sin embargo es un momento que demanda la instauración de un gran debate público. Las Farc no están en condiciones de reversar el balance general de la guerra, pero la negación radical de alguna perspectiva de negociación podría llevarlas a fragmentarse en cuadrillas sin norte político alguno y dispuestas a entrar en las más insólitas alianzas. Si bien las organizaciones guerrilleras han visto debilitadas e intervenidas sus líneas de mando, su liderazgo conserva cierta unidad, lo cual es un factor decisivo para una negociación. Además, no está probado que se hayan agotado sus posibilidades de reclutar nuevos guerrilleros; y el tener que hacerlo de manera más improvisada las vuelve más vulnerables al proceso de descomposición de la guerra.
Los suscritos no quieren adelantar un modelo, un esquema de “acuerdo humanitario” y menos aún un modelo de salida concertada. Baste decir que el hecho de que Colombia, según concluyen todos los observadores nacionales e internacionales, viva una de las más dramáticas emergencias humanitarias del planeta, hace inaplazable la búsqueda de salida de esa situación. Por eso la permanencia de un alto número de personas secuestradas en las selvas es un reto apremiante frente a la conciencia pública pero también ofrece la posibilidad de diseñar unos mínimos que le abran camino al intercambio humanitario De momento, nuestra propuesta es abrirle la puerta a una discusión que no ignora la guerra, sino que parte de su estado actual para dirigir la mirada hacia posibilidades que objetivamente se han abierto.
Para explorar esas posibilidades es necesario asumir a las Farc y al ELN como actores y por tanto como interlocutores en un debate. La paz en Colombia será una realidad en la medida en que se conciba como el resultado de una concertación amplia donde quepamos todos, pero que empiece por involucrar a los poderes fácticos, que deben mostrar sus cartas sobre expectativas, aportes, compromisos y exigencias. Las Fuerzas Militares están en una coyuntura que como nunca antes las habilita para transitar, ellas en primer lugar, las avenidas anchas de una concertación en aras de ahorrar la prolongación de penalidades para nuestros soldados y para grandes sectores de la población, que ya han sufrido demasiado, y contribuir a que la democracia no siga reduciendo su fuero. El énfasis aquí hecho no nace de la percepción de que el Estado no esté en condiciones de continuar la guerra. Se origina en la convicción que es más racional para el país explorar los caminos del acuerdo que elevar la percusión de los tambores de la guerra.
*María Victoria Duque
José Gregorio Hernández
Ricardo García Duarte
Hernando Gómez Buendía
César González Muñoz
Jorge Iván González
Rocío Londoño
Medófilo Medina
Jorge Orlando Melo
Socorro Ramírez
Manuel Rodríguez Becerra
Álvaro Sierra
Elisabeth Ungar
Manuel Rueda
Maureén Maya S.
Juan Manuel Roca
* Los firmantes coinciden plenamente en el sentido básico del documento, aunque por supuesto tienen diferencias de énfasis o de matiz sobre puntos específicos.