Comunicación Alternativa // ISSN 2145-390X

NUESTRO PAN DE CADA DIA

Por Francisco González.
Fecha de publicación: 17 de diciembre de 2014.



Emblema de la muerte, Stenwick.


Pide y nada te será negado”
Mateo: 7, 7.


Suele ser un ligero cambio en la luz del ambiente, la rotura de un cordón, un paraguas olvidado, el tintineo de unas llaves. En esta ocasión había sido algo más: aquellos detalles desabrochados del caos cotidiano- gérmenes, baldosas sueltas, medias rotas-, pero sobre todo, era esa manera gradual, paulatina en que la conciencia los había acumulado haciendo nacer una especie de furia interna. Pesadillas, paranoias, desórdenes mentales. Esto que digo, esta ira, cobraba forma y materia en el mundo despierto: se rompían todas las puertas, los interiores eran reflejos del exterior y las calles estaban arregladas para las cosas más intimas. Era una especie de luminosidad fracturando el espacio, resquebrajando el tiempo.

Todo empezó una noche de viernes de un mayo festivo, o, mejor, un festivo de mayo de esos de cervezas calientes con la espuma desbordada sobre las mesas sucias de un antro barato, festivo de tragos regados en la acera para el honor de las almas de la calle, de esos viernes de mayo en que todo cuanto uno conoce se lo encuentra y le recuerda que la vida es como una madeja infinita de sorpresas repasadas.

El licor y las peleas son como el cigarrillo y la tos. Tenía que llegar el primer golpe, agresivo, contundente. En poco tiempo salí de una lluvia de botellas, y entonces también estallé botellas en otros lugares, a ver si el ánimo se hacía colectivo. Me hice el hazmerreír de un par de hermosas turistas que no entendían más que mis muecas. Ellas me ofrecieron algo de un licor llamado Bruidstranen, que según una de ellas traduce del polaco hojuelas de oro y plata. “Lágrimas de novia”, dijo la otra, “que viene a ser lo mismo”.

Otro golpe en el rostro, así, de improviso, contra el prado festivo. Creo que lo merecía. De súbito, ya no hubo más conversación, más botellas, más noche, más festivo, más humo azul sobre la atmósfera de gris y empecé a caminar por la avenida Séptima hasta encontrar la Diez y nueve y luego hasta la Décima. De camino, los volantes y el olor a manteca de cerdo quemada, el frío de la calle, las chicas asomadas por el alféizar, con un cigarrillo en la boca y la ebria soledad en la mirada. Entre el olor a bazuco, se me acerca una sombra.

-
¿Quihubo, mono, me va a regalar paumpan?
- No tengo.
- Decentemente - y sacó una jeringa.
-
Ui no.

Seguimos hablando en esa dinámica, hasta que sus pasos se distanciaron de los míos. Luego vino un gesto que ya había visto en un habitante de calle. Se abalanzó sobre mi cuello, de manera que alcancé a interponer el brazo, y la jeringa, milagrosamente, rodó por la acera hasta infectar el piso y la llanta de un lento vehículo en su respectivo encuentro.

Puede uno caer desmayado y no hay nada qué hacer, si permite que le tomen del cuello, pero eso... Le puse el codo en la cara, y enseguida vino sobre mí con la mitad de unas tijeras de jardinería, a las que suelen llamar bebé, porque en vista de que le faltaba la respectiva oreja, contaba con un trapo en la empuñadura para no herirse, lo cual parecía a su vez el pañal de un bebé, valga la tautología. Detuve el brazo agresor sobre mi pecho, y empezó a agitar patadas y luego vino un cabezazo. No sabía pelear en la calle, aun cuando siempre intenté aprender. Ahora no había tiempo. Si tuviera tiempo de rehacer de nuevo mi vida, pensé en ese momento, trataría de evitar este encuentro por todos los medios posibles. Rebajaría mis festivas noches de viernes que se convierten en sábado, mis escenas de valentía en las que me saco el desamor a punta de golpes, las sustancias, la mezclanza. O al menos aprendería a pelear. El camino de la escritura me había desembarcado una vida así, qué podía hacer, en los laberintos de las calles y los rostros sombríos de las bocacalles, los callejones y las tabernas, tratando de entender el pulso detrás del pulso, o al menos de conseguir entretenimiento barato, una copa de vodka, una rockola distinguida, y bueno, en esta ocasión también una puñalada.

El brazo de este hombre cortó el viento un par de veces más y por fin, al esquivarle, resulté cayendo sobre el asfalto limpio. Haber utilizado su propio cuchillo o intentar lucha greco-romana, judo o jet kun do parecía un mal chiste en mi cuerpo famélico y mi fisionomía de muerto de hambre después del holocausto, niño africano seguido por cuervos. Pero, con todo, le había agarrado la mano, cuando lo tenía encima. Ambos jadeábamos como cerdos, y sólo por el olor admito que tuve el impulso de dejarme morir de inmediato. Lo mejor era respirar por la boca.

- Deme las zapatillas o lo mato, gonorrea – me dijo, y con la mano libre me rompió las gafas que no entiendo cómo aún las tenía puestas. Recordé el anterior cabezazo y lo solté cuando vi venir el codo lanzando un martillazo.

El buen cálculo, además de los billetes que no tenía, poco me sirvió para tantear la distancia y fui golpeado justo en la barbilla, se me descuajó la mandíbula y además le había soltado la mano, la mano con el bebé, única acción acertada de la noche…

- Tengo mil pesos – le dije.

Se levantó, y yo intenté incorporarme, pero ambos impulsos no eran más que parte de un mismo gesto de inminente desgracia. Él sólo me había soltado para dar espacio al brazo de tomar distancia y, por lo mismo, velocidad y fuerza.

De rodillas, en esa inminencia del peligro, vi cuánto podía iluminarse aquel artefacto mortífero en una noche tan largamente oscura, cómo iba ascendiendo para luego largarse sobre mi pecho con su lámina fría.

No importaban las palabras, pero me parecía que aún podía ordenarle detenerse.

(George Perec, un novelista posmoderno, recordaba: “hay que aprender a observar”; tomaba fotos a diversas calles para registrar sus cambios a través del tiempo; acostumbraba sentarse en un café y anotar desprevenidamente todo cuanto allí pudiese seguir un patrón. Y el asunto es que no transcurría nada, salvo literatura, ficción, no hay forma de nombrar lo real, lo real es una invención. Esa era la única repetición)

Cerré los ojos y pensé que no estaba sucediendo.

Mientras me van a matar, relato esto, y cae una gotera de un edificio sobre un pretil, se desliza suavemente hasta desaparecer en la humedad de la noche. Era eso lo que veía.

Mantuve los ojos cerrados y me dije: voy a borrarlo todo.

Morir por amor vale la pena. Hacerse matar por un par de piernas, si se quiere. “Vale cada herida” dice Arthur Miller cuando “hacen parte de un acto de fe”. Morir por un verdadero convencimiento: eso puede ser racional, revolucionario, es abanderar una idea, es buscar la inmortalidad, al menos de manera metafórica. Pero ¿Morir por unas zapatillas? Es mejor borrar. Empezar de nuevo.

El puñal, la dirección: un encuentro sin búsqueda, la forma y el fondo, la manzana y la boca… La herida, el sabor, la belleza, cosas importantes porque no siempre están ahí. Incluso yo que somos con quien sigue la lectura. Una voz que habla, “el conjunto de los otros que nos conversan”, decía Lacan, una página que se conmueve, a punto de ser rebanada por la mitad de unas tijeras de jardinería, la mitad de la página, un bebé: una fibra que se rasga, un espacio en blanco, un tachón fatal, un borrador que se arruga. Irrevocable, la noche llovía albatroces de cetrería: el puñal avanzaba en su camino destinado.

-
No se quiso quitar las zapatillas ¿No, mono? Ahora tenga por pirobo. ¡Ah! - añadió- … Y quiubo el billetico de mil, decentemente.

Sobre lóbregas lápidas incipientes
danzan demiurgos dedos indecisos
urdiendo, con trazos y pulsos precisos,
inscripciones de personajes (mal) vivientes:
fabricados de palabras; no, de arena,
criaturas cuyo alimento es la memoria
de quien repite en su lectura serena
el alfabeto de esa arte combinatoria”

En el bolsillo de la chaqueta tenía ese alejandrino, editado por la sangre. Nunca más podría ser leído. Y mi memoria. Todo en mi cerebro se opacaría de la misma forma, se ahogarían mi infancia y las canciones y la angustia y la enfermedad y el odio y el universo. La sangre es escandalosa, que me hacía sollozar aquellos lamentos. Los sonidos empezaron a tornarse lejanos. Y la ceguera, ese oscurecimiento de la vista. Eso también es muy escandaloso. Un alboroto, diríamos, cada vez más sordo. Y el frío, ese frío que arde ¿Y lo demás? El amor, la verdad, la justicia, la política, los métodos para bajar de peso. La religión. La seguridad. La democracia. Los baños públicos con papel higiénico. Ninguna de esas mentiras salva la existencia, excepto los baños, quizás. A Mallarmé le parecía que aún con tristeza en la carne y aburridos de la lectura, sólo podemos huir. Huir a un baño público con baño, para morir en privado.

“Entre la espuma y el firmamento hay pájaros ebrios de existencia”, le han traducido al poeta… Cuando intenté mirar la herida, comprobé que aún estaba hundida aquella ridícula arma. Entre la mierda y las estrellas hay palomas con lepra a punto de perder las alas.

Fue en ese momento cuando sucedió. Las cosas se tornaron lentas. La acumulación de todos aquellos rastros. Los caminantes de la avenida. Los cambios en las tonalidades de la luz, el cableado público derritiéndose. Todo estaba cargado de la misma ira, del mismo odio. Hasta el asfalto exhalaba el mismo hedor de resentimiento. Toda la ciudad estaba en descomposición. Sentía cómo los pulmones empezaban a filtrarse, cómo la boca se llenó de sangre, y cuando quise levantar los brazos ya no pude. No me pertenecían. Estaba atrapado en el sueño. Si estaba muriendo, necesitaba ayuda para acelerar el proceso. Si era una ficción, quería un giro inesperado, una escena milagrosa, un prodigio narrativo.

- No me vaya a quitar la zapatillas – le dije – o lo mato.

En ese extraño transcurso del tiempo ya todo me parecía, en realidad, una pesadilla. Así que las cosas siguieron con la misma textura, con la misma trayectoria en contravía. Me levanté del suelo y arranqué de un solo tirón todo el metal. Aceleraba el proceso. Me permitía tomar venganza. Pero no había nadie, y aún calzaba unos ensangrentados Nike de imitación. Lancé el arma a cualquier sitio.

- Lágrimas de bebé – continuó ella. Era la más tímida. Peliroja, caucácica, 170 de estatura, 89 64 83, diría, en medidas descriptivas. Unos 30 años. En el poco inglés que compartimos, me pareció entender que eran de Odessa o de Praga, o que habían estado ahí o que habían logrado conseguir algo allí, tal vez las lágrimas de bebé.
- Un trago – continuó la otra, en español – te alegra. Dos te ponen como los dioses y los demonios al mismo tiempo – añadió, cruzándose de piernas. Ella de anchas gafas, vestido de flores arriba de la rodilla, escotado, de manga sisa. Chaqueta de cuero. Cabello negro. Labios con mucho carmín. Fumaba los Mustang que se conseguían en las chazas de la calle.
- Tres es completo. Más de tres – hizo un gesto con su mano en el cuello-…muerte.
- Pues yo quiero otro – les dije -. Aún estoy vivo. Y lo dice la Biblia: “pide y nada te será negado”.

Hicieron señas de que yo no entendía nada. O de que ellas no entendían nada. El interior de la Bruidstranen tenía un escorpión. Eso quería decir que era un veneno poderoso. Largué el siguiente sorbo y les conté lo que ví. Les conté que parecía sacado de una escena un cuento de Ambrosie Bierce, pero ellas no entendían nada. El lenguaje, es decir, todo aquello que comunicamos, en su mayoría (un 70 %, al menos) es no verbal. De modo que les hice toda la representación teatral, sin palabras. Me estaba muriendo y ahora me estaba tomando otro trago de Bruidstranen. Parecía una escena de Ambrosie Bierce, me repetía. Estas chicas no entendían una comilla. Esa escena en que van a ahorcar a un soldado, pero la soga se suelta, de manera accidental, y el soldado escapa. Llega a su casa, besa a su mujer, y entonces… Entonces – me escuché decirlo -…Entonces la soga se tensa.


 
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